jueves, noviembre 30, 2017




Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su mente, el individuo es soberano.

John Stuart Mill






Criminales sin víctimas

Quienes aún creen que se puede ganar la Guerra contra las Drogas son ignorantes o imbéciles. La única manera de resolver este problema es legalizándolas. Todas. La persecución de las drogas ha causado muchos más problemas que su consumo. Y desde sus inicios, el consumo solo ha aumentado.

Hace casi un siglo atrás, Antonin Artaud escribió una carta a uno de los pioneros del  prohibicionismo que comienza así: “Señor legislador de la ley de 1916, sobre estupefacientes, eres un cretino.” Los argumentos que da Artaud para tratarlo así se orientan al derecho que el individuo posee para hacer con su cuerpo y su mente lo que le plazca. Se manifiesta como objetor de conciencia frente a una ley que no merece su obediencia: “Más aun que la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Todo hombre es juez, y juez exclusivo, de la cantidad de dolor físico, y de la vacuidad mental que pueda soportar honestamente.” Artaud exploró su dolor y lo transformó en una obra poética y teatral que sus doctores consideraron prueba de su locura. Él quería opiáceos y, en vez, le dieron electroshocks.

¿En qué momento el Estado consideró que tenía derecho a involucrarse con la vacuidad (o plenitud) mental que puede soportar una persona?



Según Michel Foucault, todo comenzó en Europa cuando en la Edad Media se encerró a los leprosos. Personas que no habían cometido un crimen pero que, puesto que podían contaminar a los sanos, era mejor aislarlos de la sociedad. La determinación jurídica con la cual se llevaron a cabo dichos confinamientos es, para Foucault, el origen de una práctica de exclusión que algunos siglos después se aplicaría sobre otros culpables sin crimen.
Cuando se erradicó la lepra, esos recintos quedaron vacíos. Por un tiempo se los reemplazó con aquellos que sufrían enfermedades venéreas, pero no eran suficientes. Solo después del endiosamiento de la razón se encontró una justificación para confinar a nuevos criminales sin víctima: los locos. La gran lucha entre el Bien y el Mal daba paso al conflicto irreconciliable entre la razón y la sinrazón.

La locura pasó a considerarse una manifestación de la parte animal del hombre que la racionalidad debía extirpar. “Vemos así aparecer la gran idea burguesa, y en breve  republicana,  de  que  la  virtud  es  también  un  asunto  de Estado,  el  cual  puede  imponer  decretos  para  hacerla  reinar  y  establecer una autoridad  para  tener  la  seguridad  de  que  será  respetada.” Una vez que dicha “razón” se apodera del poder, la locura se aísla en recintos decadentes y violentos, donde los médicos podían dejar aflorar (¡racionalmente!) el trato más animal imaginado.

No pasó mucho tiempo para que el confinamiento de la locura abriera las puertas para que el Estado, con una oscura finalidad social, tuviera permiso para eliminar otros “elementos que le resultan heterogéneos o nocivos”, encerrándolos en prisiones,  casas  correccionales y hospitales psiquiátricos. Los médicos se transforman en jueces que observan conductas, diagnostican una enfermedad y dictan una sentencia: la reclusión. Se decreta así, desde el Estado, qué es ser normal y qué animal.

Según Claudio Naranjo, la razón que se esconde detrás de la prohibición de las drogas es, precisamente, el intento de controlar aquella parte del ser que pone en crisis y cuestiona el orden establecido: “Los psicodélicos desmontan el patriarcado que intenta domar y reprimir al animal interno. Permiten reconciliarnos con este animal.” No tardó mucho tiempo para que el Estado pasara de privar la libertad a alguien por cómo funciona su mente, a privarla por cómo quiere que funcione. Hoy las cárceles del mundo están atiborradas de consumidores de drogas sin haber cometido otro crimen que decidir cuánta vacuidad o plenitud mental pueden resistir.

La represión puritana

A fines del siglo XIX el puritanismo, esa versión fundamentalista del protestantismo, impuso su ética represora en Estados Unidos y, luego, en el mundo. Consideró que había frutos que debían ser prohibidos. Es curioso que pensaran que la prohibición mantendría a los humanos alejados de las drogas. Si en alguna estima hubiesen tenido las historias bíblicas que tan mal leían, habrían podido sacar algunas conclusiones de la escena del Paraíso. ¿Acaso no entendieron que la prohibición es fuente de tentación? Sobre Adán y Eva pesaba una prohibición Divina sobre un fruto, la cual ninguno pudo respetar y, sin embargo, ¿los puritanos pensaron que sus contemporáneos respetarían la prohibición que les imponía un Estado? Quizás, como señala Antonio Escohotado, el hecho de ser prohibido es lo que estimula su uso maníaco.

No fueron necesarias grandes razones médicas para perseguir y encerrar a los consumidores de drogas. No querían castigar un crimen sino una herejía. La prohibición prendió como marihuana seca al unirse la intolerancia que tenían los protestantes sobre los estados alterados, a la intolerancia que tenían sobre los inmigrantes. Con un solo gesto controlaron dos elementos heterogéneos.

Las primeras leyes norteamericanas contra el opio, en 1870, buscaron reprimir las obscenidades de los inmigrantes chinos. Dicha prohibición permitió a las autoridades entrar a los nuevos barrios chinos e imponer las normas puritanas. La prohibición del alcohol permitiría controlar la decadencia moral de inmigrantes judíos e irlandeses. La primera ley contra la marihuana se justificó puesto que dicha droga producía en los mexicanos una irrefrenable inclinación a la violencia. En palabras de Harry Anslinger, el primer zar anti-drogas, “apenas cabe conjeturar el número de asesinatos, suicidios, robos, atracos, extorsiones y fechorías de maníaca demencia provocados cada año por la marihuana”. Médicos, políticos, reporteros y películas, nos han hecho creer que la violencia que rodea al mundo de las drogas ilegales se debe a cualidades intrínsecas de éstas. La única culpable de toda esa violencia es la prohibición. Durante los años veinte del siglo pasado, cuando se prohibió el alcohol en Estados Unidos, surgieron violentas mafias. Al Capone es una consecuencia de dicha ley, no del alcohol. Nunca antes ni después, la industria del alcohol dejó tal reguero de sangre.

El zar anti-drogas

Harry Anslinger es uno de los grandes culpables de que hasta el día de hoy se crean tantas estupideces en torno a las drogas. Anslinger, un hombre siniestro a quien no le importaba distorsionar la realidad con tal de cumplir con sus objetivos, fue nombrado jefe del Departamento Anti-narcóticos de Estados Unidos en 1930. Llegó a esa posición gracias al tío de su mujer, Andrew Mellon, el hombre más rico de aquel entonces y, además, Secretario del Tesoro de EEUU. Mellon tenía inversiones en la industria de la recién aparecida fibra sintética y necesitaba que la producción de la fibra de cáñamo se prohibiera. Anslinger, quien ya había demostrado su espíritu draconiano durante la Ley Seca, parecía el indicado. Sin embargo, no tenía una opinión desfavorable de la marihuana. Hasta que se derogó la Ley Seca en 1933 y su departamento comenzó a quedarse sin trabajo. Entonces Anslinger, para evitar la reducción de personal, orquestó una exitosa campaña del terror acerca del uso de drogas que, en pocos años, le lavó el cerebro a todo el planeta. Difundió a través de radios y diarios (los medios de la época) que la marihuana era un “mortal y terrible veneno que atormenta y despedaza no solo el cuerpo, sino el corazón mismo y el alma de cada ser humano.” Todos los titulares repetían sus palabras: “La marihuana es un atajo al manicomio. Fuma cigarros de marihuana durante un mes y lo que una vez fue tu cerebro no será más que un almacén de horrendos espectros.” Anslinger se asoció con la prensa amarillista para divulgar sus “Archivos Sangrientos”: doscientos casos de asesinatos cometidos por adictos a la marihuana. Jóvenes buenos que un día se fumaron un pito, tomaron un hacha y cortaron en pedazos a cada uno de los miembros de su familia. Así fue como transformó el sentimiento anti-marihuana en un movimiento nacional. De nada sirvió que los doctores dijeran que la marihuana no había sido la causa de dichos crímenes.

A fines de los 50, Anslinger declaró que los comunistas rusos estaban introduciendo heroína en Estados Unidos para destruir a la juventud. Sin embargo, era la CIA quien ayudó a la cúpula  militar de Laos a transportar la heroína a cambio de su lealtad anti-comunista (similar a lo que hace hoy en Afganistán). El consumo floreció. Aparecieron críticas al modelo de Anslinger quien, después de más de tres décadas al frente del Departamento Anti-Narcóticos, difundiendo lo que hoy llamaríamos post-verdades, dimitió.

El Imperio contraataca

En la década del 60 se produjo una insurgencia frente al prohibicionismo. Aparecieron nuevas drogas y la marihuana se masificó entre personas que protestaban contra la Guerra de Vietnam. Sin Anslinger dirigiendo aquella falaz cacería, resultaba difícil presentarlos como asesinos en serie. Las persecuciones disminuyeron, el ambiente se relajó, pero por un periodo demasiado corto. Cuando la derecha republicana, blanca y protestante, recuperó el poder culpó a las drogas de la inmoralidad y falta de patriotismo en las nuevas generaciones. Los jóvenes no estaban dispuestos a dar su vida por la nación y se oponían a la sociedad de consumo; escuchaban música satánica; los hombres se dejaban el pelo largo y las mujeres despreciaban la virginidad. El Estado debía recuperar los valores del patriarcado.

Nixon, el mismo hijodeputa que ayudó a Pinochet a destruir la democracia en nuestro país, fue quien en 1971 le dio el puntapié inicial a la Guerra contra las Drogas. Para Nixon las drogas eran el enemigo público número uno y Timothy Leary, el gurú del ácido, era el hombre más peligroso de Norteamérica.
Ese año, y presionados por Estados Unidos, la ONU aprobó la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas que agregó nuevas drogas a la lista prohibida una década antes y que incluía a la marihuana, la cocaína y la heroína. El argumento era que estaban “preocupados por la salud física y moral de la humanidad” y, por lo tanto, consideraban necesario “tomar medidas rigurosas” que requerían de “una acción concertada y universal.” En el listado I de estas nuevas drogas malas estaban aquellas que representaban mayor riesgo para la salud pública y que no tenían ningún valor terapéutico como la marihuana, la mescalina, la psilocibina, el LSD, el MDMA y el DMT. No sólo no había nada útil en aquellas drogas, sino que atentaban contra la moral de la humanidad. Ya no era un Estado, sino ciento ochenta y tres Estados, es decir, todo un planeta el que asumía la misión de eliminar aquellos elementos que les resultaban heterogéneos. En palabras de Escohotado: “La cruzada farmacológica fue la invención de un único país -coincidente de modo puntual con su ascenso al estatuto de superpotencia planetaria-, que la exportó mediante una política de sobornos y amenazas.” Pareciera ser que así como el puritanismo de Estados Unidos ha decidido hasta ahora qué drogas podemos consumir y cuáles no, tendremos que esperar su permiso para que la opción vuelva a ser de cada uno.

Ha habido nuevas convenciones, pero la arbitrariedad de sus listas no ha cambiado. No se trata de una clasificación de acuerdo a criterios médicos ni psiquiátricos. Las drogas ilegalizadas no eran (ni lo son) las que más vidas quitaban. Tampoco se trataba de aquellas drogas con el mayor número de consumidores, el alcohol lo era. Tampoco eran las más adictivas, el tabaco lo es. La adicción que producen los hongos psilocibios y el LSD es menor que la de la cafeína. Aunque lo que se entiende por “adicción” es discutible. La heroína suele considerarse la droga más adictiva. Puede ser si solo consideramos los infernales síntomas de abstinencia que persiguen al heroinómano, a veces hasta por el resto de su vida. Sin embargo, en investigaciones recientes en Estados Unidos se ve que, entre la gente que ha usado heroína en el último año menos de la décima parte la ha ocupado durante el último mes. A diferencia de quienes han fumado marihuana en el último año, pues más de la mitad de ellos ha fumado también en el último mes. Desde este punto de vista, los fumadores de marihuana son más persistentes en su vicio, ¿más adictos? (aunque sea psicológica y no físicamente), que quienes usan heroína.

Como señala Jonathan Ott, eso de drogas duras y drogas blandas es una falacia inventada por los marihuaneros: “De la misma manera en que los gobernantes definen las drogas como duras para justificar su prohibición, los marihuaneros defienden su droga como blanda (sinónimo: legal) para justificar su legalización. Lamentablemente, muchos hacen esto en perjuicio de otras drogas ilícitas, y sospecho que gratamente harían un pacto con el diablo, es decir, conseguirían su meta al precio de traicionar los derechos de los adeptos al LSD, a la heroína o a la cocaína, de poder gozar también a un acceso abierto, e igual de legítimo, a sus embriagantes preferidos.”

Hoy Estados Unidos gasta 51 mil millones de dólares al año combatiendo la Guerra contra las Drogas (prácticamente todo lo que gasta el estado chileno en educación, salud, vivienda, defensa, sueldos, sobresueldos, etc.). Cada año son detenidos un millón y medio de personas por posesión. El sesenta por ciento son negros o latinos (que son un tercio de la población) y, sin embargo, su consumo no es mayor al de los blancos. Es decir, si una persona sale a caminar de noche y decide pasar a comprar cocaína, tiene cuatro veces más posibilidades de caer preso si el color de su piel es más oscuro.

John Ehrlichman, un asesor de Nixon que terminó en la cárcel como cómplice en el escándalo de Watergate, confesó, cuando ya no tenía nada que perder, las verdaderas intenciones de la Guerra contra las Drogas: “¿Quieres saber de qué se trataba realmente todo esto? La campaña de Nixon en 1968 y la administración de Nixon que vino después, tenía dos enemigos: la izquierda anti-bélica y la gente negra. ¿Entiendes lo que digo? Sabíamos que no podíamos prohibir estar contra la guerra o ser negro, pero logrando que la gente asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizando ambas fuertemente, podíamos quebrar esas comunidades. Podíamos arrestar a sus líderes, allanar sus casas, desarmar sus reuniones y difamarlos noche tras noche en los noticieros de las tardes. ¿Acaso sabíamos que mentíamos acerca de las drogas? Por supuesto que sí.”

En los años 80, Ronald Reagan prometió que izarían las banderas del triunfo de esta batalla. Esta vez, el crack era el nuevo demonio. Por la televisión mostraban a recién nacidos adictos al crack por culpa del vicio de sus madres. Horrible, sin duda. Sin embargo, esto se utilizó para justificar que la posesión de crack –usado por los negros– tuviera penas cien veces mayores que la cocaína, que consumían los blancos. Es lo que se llamó la disparidad de sentencias. Las penas por portar cinco gramos de crack eran equivalentes a portar medio kilo de cocaína. Una vez más, las drogas eran la excusa perfecta para llenar las cárceles de negros. Recién en el gobierno de Obama esta disparidad se eliminó.

En las últimas cuatro décadas la Guerra contra las Drogas se ha orientado a combatir la producción. Ofreciendo su ayuda para erradicar las plantas prohibidas de la faz de la tierra, los gringos han instalado bases militares y han probado sus nuevos juguetes en Colombia, Panamá, Honduras, Perú, etc. Evo Morales cree que Estados Unidos está usando su Guerra contra las Drogas como una excusa para expandir su control sobre Latinoamérica.

Cientos de miles de muertos más tarde, y de miles millones de dólares invertidos, el consumo de drogas en los Estados Unidos sigue aumentando. Lo paradójico es que, como la demanda es inelástica, con cada decomiso suben los precios y más ricos se hacen los carteles y con esa plata se compran más armas, más policías, más diputados… El narcotráfico fue creado por esta guerra y es el vencedor. Como decía Aldous Huxley: “Lo único que justificaría la prohibición sería el éxito. Pero no tiene éxito y, dada la naturaleza de las cosas, tampoco puede tenerlo.” El hecho es que nunca en la historia de la humanidad ha desaparecido una droga por estar prohibida.

La Pacificación de las Drogas

La pregunta no es si hay que legalizar las drogas o no, sino cómo lo haremos. Legalizar solo la marihuana debe considerarse un primer paso, pero no soluciona el problema. Descriminalizar el consumo de todas las drogas (como la ha hecho Portugal alcanzando hoy los niveles más bajos de consumo en toda Europa) no elimina la violencia del narcotráfico, ni permite un control de la pureza de las sustancias. Debe legalizarse su consumo, su producción y su venta (ya sea por privados o por el estado).

La solución tampoco es darle a todas las drogas el trato privilegiado que se le da al alcohol. No parece buena idea promocionar cocaína en las camisetas de los jugadores de fútbol; ni opio en carteles publicitarios de las calles. Ni siquiera es necesario que se abran droguerías en cada barrio como sucede con las botillerías. Como señala Escohotado: “No es preciso cambiar del día a la noche, pasando de una tolerancia cero a una tolerancia infinita. Caminos graduales, reversibles, diferenciados para tipos diferentes de sustancias y toda especie de medidas prudentes son sin duda aconsejables.”

Dado que la prohibición es una política fallida que daña tanto a la soberanía del individuo como a la convivencia social, resulta fundamental reemplazar la fármaco-mitología y la represión por la investigación y la empatía. El estado deberá educar sobre los riesgos que implica el consumo de cada sustancia – tal como lo ha hecho con el tabaco (y, extrañamente, ¡aún no con el alcohol!) – con información fidedigna y no teñida por morales puritanas o ideológicas. Ése es el camino más efectivo e inteligente para reducir el consumo. Algunas drogas requerirán de mayores regulaciones. Quizás la heroína deba venderse con receta retenida para impedir rápidos incrementos de las dosis. Se podrá facilitar guías que dirijan sesiones psicodélicas a quienes deseen probar LSD, psilocibina o mescalina, minimizando malos viajes y accidentes. El estado podrá regular los precios de cada droga, que tendrán que ser suficientemente altos para desincentivar su consumo y suficientemente bajos para impedir que sea comercializada y adulterada en el mercado negro. Se tendrá que controlar a los conductores para que no manejen bajo estados alterados y a los usuarios para que eviten que las drogas estén al alcance de los niños (uno de los problemas que ha surgido en Colorado desde la legalización del consumo recreativo de marihuana ha sido el aumento de intoxicaciones de niños con queques y dulces de marihuana. Pero no es motivo para que los prohibicionistas digan “¿vieron que no era buena idea?”, sino para aprender. La solución es simple, basta con exigir recipientes para guardar drogas similares a los que tienen muchos remedios. No olvidemos que el margen de seguridad (la diferencia entre una dosis activa y una letal) de la heroína es el mismo que el del paracetamol: 1 a 15. Así como nadie deja pastillas de ravotril junto a una guagua, nadie deberá dejar una bolsa con cocaína a su alcance). El estado deberá proveer a los heroinómanos de jeringas limpias, para reducir infecciones con el VIH; y rotular los envases con el grado de pureza de la sustancia (lo cual, prácticamente, eliminará las muertes por sobredosis). El estado ya no tendrá que perseguir y criminalizar a los heroinómanos a los que su adicción los ha llevado al infierno sino que le bastará con ayudarlos a sanarse.

El dinero ahorrado, tras el abandono de la Guerra contra las Drogas, se podrá invertir en tratamientos y educación. Además, el Estado dispondrá de nuevos ingresos por impuestos a las drogas. Con ello habrá dinero suficiente incluso para invertir en investigación sobre lo que Ott llama la ingeniería psicofarmacológica. Eliminar, así, aquella parte de las drogas que produce adicción o aquella que causa más daño en el organismo. “El mejor servicio que la ciencia puede prestar a la búsqueda de placeres farmacológicos es hacer que esta búsqueda resulte más segura y placentera.” Se podrán elaborar anfetaminas u opiáceos con menor o nula tolerancia, así el toxicómano no necesitará aumentar la dosis; se diseñarán enzimas orientadas a una mejor metabolización del alcohol; y se le podrá otorgar al “tabacómano tanta nicotina como desee (pues la nicotina no le perjudica), sin necesidad que absorba alquitranes (que son la causa de todos sus males)”. La idea original es de Aldous Huxley. En Un tratado sobre drogas (1931), escribe que la solución al problema de las drogas radica en encontrar “un sustituto eficiente pero sano de estos venenos deliciosos y (en el actual mundo imperfecto) necesarios. El hombre que invente dicha sustancia se contará entre los benefactores más insignes de la humanidad”.


Seguramente, durante un primer período, el consumo de drogas aumentará y, luego, bajará. Eso ha sucedido en lugares donde se han descriminalizado todas las drogas. A veces veremos gente muy drogada en las calles, como a veces se ve gente borracha; cada estado podrá decidir cuánta embriaguez pública está dispuesto a aceptar. Habrá accidentes cometidos por personas conduciendo bajo los efectos del éxtasis, pero difícilmente más de los que hoy produce el alcohol. Todo ello se puede regular. Por otro lado, se acabará la violencia que genera el crimen organizado y no se encarcelarán a más criminales sin víctimas. Y quizás algún día, como soñaba Terence McKenna, “las mentes de los individuos, así como sus cuerpos, volverán a ser un dominio libre del control gubernamental”.

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