miércoles, noviembre 07, 2007

Los Acercamientos de Ernst Junger


Desde tiempos primordiales chamanes y adivinos, magos y mistagogos han sabido de la estrecha relación entre ebriedad y éxtasis. Por ello la droga ha desempeñado siempre un papel en sus consagraciones, iniciaciones y misterios.
Ernst Junger


Este es el libro que siempre he querido escribir: un cuaderno de viajes hacia otros estados de conciencia. No de cualquier viaje, sino de aquellos que producen un acercamiento hacia esa realidad que traspasa tiempo y espacio y, por ende, el velo de la apariencia.
Junger (¡1895-1998!) funde el relato de sus experiencias con distintas sustancias (alcohol, opio, éter, hachís, cocaína, lsd, psilocibina, mescalina) con las reflexiones en torno a cómo las civilizaciones han enfrentado estas llaves de la conciencia que, en sus palabras, nos permiten situarnos fuera del tiempo. A su vez, dialoga con textos de Baudelaire, Poe, Maupassant, Nietzsche, Hofmann, Huxley, y un vasto número de intelectuales y artistas que, de una u otra manera, exploraron la embriaguez.
Es aquí donde Junger crea el término Psiconautas, etimológicamente navegantes del alma, para aquellas personas sensibles que, a través de las drogas, la meditación o la soledad, alcanzan la orilla desde la cual se perciben los misterios del Universo.
Si bien no es un libro fácil de leer (Junger es un pensador alemán, o sea, si puede decir algo de manera fácil, lo dirá en difícil) hay fragmentos de sorprendente clarividencia y hermosa factura.


Acercamientos, Drogas y Ebriedad, Ernst Junger, Tusquets, 375 págs.

martes, septiembre 11, 2007

Cuentos Chilenos y Drogados



Es urgentemente necesario importar algunos kilos de marihuana para los escritores chilenos a fin de que despierten su dormida percepción. Allen Ginsberg, en su paso por Chile en 1960.


No fue fácil. Durante algunas semanas estuve buscando cuentos chilenos en los que alguna droga hiciera su aparición. Fuera del alcohol, las otras drogas brillan por su ausencia. ¿Será que los pacatos escritores chilenos consideran poco estético su consumo? A continuación un listado de algunos cuentos de escritores que consideraron que las drogas no siempre eran antiestéticas en la literatura. No me referiré a Delirium (cuentos con y sin drogas) de León Pascal, porque en otro número le dediqué una columna completa y no se merece más.

Si de sustancias alteradoras de la mente se trata, el alcohol es la que lleva la delantera entre los cuentistas chilenos, y Visita de Estilo (1965) de Nicolás Ferraro, en el que de manera más desbocada se toma entre todos los cuentos chilenos y quizás del mundo. En Visita de Estilo, Guillermo envía a sus dos padrinos a pedir la mano de Elisa a su padre. Pero preferiría que no bebieran tanto, les solicita Guillermo a los padrinos antes de que partan. Ya en el camino uno de ellos propone detenerse a tomar una de pisco, el otro lo convence de seguir adelante con la misión, el primero le obedece y le responde: me habría gustado beber otro vasito de pisco. Me habría hecho un bien enorme. Mejor que cualquier otra cosa en el mundo. Los padrinos llegan a la casa del padre de Elisa, pero antes de atreverse a hablar, les ponen un par de botellas enfrente. Setenta y dos botellas después aún no consiguen la valentía necesaria. Por este cuento, el notable y olvidado Nicolás Ferraro, se lleva el oro en el alcohol.

Los Muertos Vivos (1990), de Alberto Fuguet, trata acerca de cuatro pendejos del barrio alto que acompañados de amigos mayores, asisten a un recital clandestino durante la dictadura. Ahí viven su primer despertar sexual como espectadores. Antes de llegar al recital fuman pitos y toman una botella de pisco de 40 mezclada con ácido. El recital se vuelve delirante y confuso. Este cuento que aparece en Sobredosis peca de excesos del slang de la época, transformando en artificio algo que pretende ser natural. Sin embargo, Fuguet tenía 25 años al escribir esos cuentos, o sea, no es un mal comienzo. Luego vendría Mala Onda, atiborrada de cocaína, marihuana y alcohol, como resultado de la vida sin brillo de la ostentosa clase alta de la dictadura, de la cual ni Fuguet se escapó: Mala onda la hice con alta cocaína en el cuerpo.

Opuestos y extraños (1999), de Juan Pablo Sutherland es como una micronovela en cuatro páginas. Un joven de 17 años fugado de su casa, que deambula como un vagabundo punk, se enamora de Axel, un punk trece años mayor que él. A diferencia de los personajes de Fuguet, aquí la droga no representa el vacío existencial de los cuicos, sino el cobijo artificial de los desamparados, de los abandonados. Personajes que cuando jalan lloran, y cuando se sienten solos fuman. Personajes que lloran y fuman mucho. Lo interesante es que tanto a los adolescentes de Fuguet como a los de Sutherland, la dictadura les vale madres, a unos porque casi ni los roza, a los otros porque los ha lanzado al vacío.

Ulises Mardones (2004), de Sergio Gómez, narra la odisea de un detective que se encuentra dentro de La Moneda el día del Golpe. En un momento cargado de terribles presagios, Ulises Mardones se fuma su primer caño, invitado por un colega. Los tres fuman cargándose de humo y sosteniendo la respiración. Miran los impactos de las balas en una pared del fondo. Repentinamente el escolta dice: Este es el último día. Aunque la marihuana no es lo central, el contexto en que Gómez la sitúa y la notable estructura del cuento hacen necesaria y meritoria su mención.

Bolaño no puede faltar en esta lista. No sólo porque sus personajes suelen fumar marihuana con tanta naturalidad como beben cerveza, sino por ser, bajo mi perspectiva, uno de los más grandes cuentistas chilenos de todos los tiempos. Las drogas no sobresalen en las tramas, pero es común que sus personajes las utilicen con distintas motivaciones o sin ninguna. En Últimos atardeceres en la tierra (1999), el protagonista B (Bolaño), conversa con una puta que comió hongos, otra le hace una mamada, y una tercera le ofrece fumar de un pito. B fuma, sin embargo, todo ello carece de importancia. B está narrando la última tarde en que intentó querer a su padre. Usted quiere mucho a su papá, dice una de las mujeres. Pues no tanto, dice B.

Juan Emar es el escritor más psicodélico, y Maldito Gato (1937) el cuento más lisérgico, que he leído en mi vida. Si intentará resumirlo quedaría algo tan bizarro como: a un hombre se le revela el tiempo infinito, al formar un universo paralelo con un gato y una pulga. A lo largo del cuento, el protagonista atraviesa distintas alteraciones de los sentidos. A lo lejos huele a un anciano, huele su barba, sus canas, huele su rabia y le ofusca no alcanzar a oler la razón de esa rabia. El sabor de la alfalfa (dos alfas, dos veces el Aleph de Borges) le recuerda una droga mitológica probada en la juventud: el candiyugo. Un bastoncito que se deshacía en la boca. Era algo como ver por la lengua, oír por la lengua, oler y palpar por ella y además, y por cierto, gustar. Así se formaba en el cerebro una imagen del mundo, de la realidad toda, totalmente diferente a la que dan los sentidos en su normalidad. Hasta el punto de decirse algo como lo siguiente: "¡Ah, ya! ¡Ahora sí! Ahora comprendo, ahora sé de qué provienen los errores de los hombres y su imposibilidad de llegar a un concepto estable que los ponga conforme con la realidad. ¡Ahora sí!". Los últimos cinco segundos de esta droga: funden las cinco nuevas percepciones en una, en nada más que una, cesa su diferenciación, créase un sentido, mejor dicho, el sentido único que es ver, oír, oler, palpar y gustar simultáneamente por un solo órgano, y entonces se sabe, no únicamente la realidad, no únicamente su relación con nosotros y con nuestra comprensión, sino también, y sobre todo, la causa primera que la originó.
Los cuentos de Emar, originalísimos hasta el hastío, son literatura sumergida en lsd. Para la gran mayoría de los escritores chilenos sirve la recomendación que hace Ginsberg, mas no para Emar, pues su percepción de la realidad, despierta y delirante, es la de un escritor visionario.

miércoles, julio 11, 2007

La Cruzada de Escohotado


La alternativa no es un mundo con o sin drogas. La alternativa es instruir sobre su correcto empleo o satanizarlo indiscriminadamente: sembrar ilustración o sembrar ignorancia.
Antonio Escohotado

A estas alturas Escohotado ya es una institución. No sólo es filósofo, sociólogo, experto en leyes y escritor. No sólo ha probado más de 120 drogas, declarándose adicto a sólo una de ellas, el tabaco. No sólo vivió 13 años en Ibiza. No sólo ha revitalizado la cruzada antiprohibicionista, apareciendo en televisión, defendiendo la soberanía física y mental de los individuos, su autogobierno. No sólo estuvo un año en la cárcel, por portar cocaína. Sino que además, durante su reclusión escribió un libro, Historia General de las Drogas. Quizás la obra más completa sobre sustancias psicoactivas. Pero como señala su autor, 1 de cada 100 personas que lo compran logran terminar su lectura. Para quienes aún no conocen su obra, pueden empezar por los siguientes libros.
La Historia elemental de las drogas es una síntesis de la mencionada más arriba. En la primera mitad del libro, Escohotado revisa los usos religiosos, terapéuticos y lúdicos de las drogas, desde las antiguas civilizaciones hasta nuestros días. Información que siempre estuvo ahí y de la que jamás nos hablaron en las clases de historia del colegio. Y a medida que avanza la lectura, uno se da cuenta cuán relevante eran las drogas para los egipcios, los griegos, los romanos, los indios, y los americanos. Por ejemplo, al llegar los inquisidores a América, vieron fumar tabaco a los indígenas y condenándolos dijeron: “sólo Satanás puede conferir al hombre la facultad de expulsar humo por la boca”. El prohibicionismo no sólo condenó el uso de algunas drogas, sino que además borró de nuestro conocimiento toda esa información. Escohotado vuelve a dar vida a esa relación entre el hombre y las drogas a través de su historia. Por momentos esta primera mitad del libro se torna demasiado sintética, sacrificando la fluidez del relato. En la segunda mitad Escohotado se dedica a explorar la génesis, los fundamentos y las consecuencias del Prohibicionismo. Aquí el libro se vuelve un poco más árido, sin embargo, su conclusión parece irrefutable, pues que la Prohibición es la que creó al traficante, al adicto y a las víctimas fatales por drogas adulteradas.
En Aprendiendo de las drogas, también incluida en la Historia General, Escohotado revisa casi un centenar de sustancias psicoactivas. Este libro funciona más como un manual. En él se expone un poco de la historia de cada droga, sus usos (y abusos), desmantelando los prejuicios que las rodean. Escohotado combina información jurídica, con datos médicos, experiencias de grandes pensadores y autoensayos con las drogas, los cuales describe con cuidado barroquismo. Un libro que siempre es bueno consultar antes de meterse algo al cuerpo. Se extraña, sin embargo, alguna referencia a las mezclas entre drogas y a los antídotos posibles.
Estos libros son el cara y sello de lo que uno necesita saber para comenzar a instruirse en un tema filtrado por todos los imbéciles que jamás han probado una droga y que desean que nadie lo hiciera. Escohotado ha ayudado a levantar el velo de ignorancia que los prohibicionistas se han esforzado por tender sobre estas sustancias, obligándonos a aceptar las que ellos comercializan a través de farmacias y médicos. Como señala Escohotado: presentar el uso de drogas como enfermedad y delito ha acabado siendo el mejor negocio del siglo.

Historia elemental de las drogas, Antonio Escohotado, Anagrama, 242 págs.
Aprendiendo de las drogas, Antonio Escohotado, Anagrama, 247 págs.

sábado, mayo 19, 2007

Las enseñanzas de Don Fernando


El éxtasis es estar envenenado. Ser dios es estar envenenado. El veneno es la sustancia de que está hecho Dios. Dame otra copa de veneno. Veneno igual a euforia, igual a vuelo, igual a fuerza, igual a locura.
Fernando Benítez


Olvídense de Carlos Castaneda. No hizo más que llenarnos la cabeza con fábulas de brujos volando por el cielo, chamanes parecidos a Yoda, toda una imaginería más cercana a una versión autoayuda de Tolkien que a una verdadera búsqueda antropológica del uso de plantas sagradas. Fernando Benítez (otro mexicano), en cambio, recorrió el desierto, la selva de Chiapas, la sierra mazateca, vivió con María Sabina en Huautla y peregrinó con los huicholes hasta la tierra del Divino, del Luminoso, como le dicen al peyote.
Periodista, historiador, antropólogo, viajero, y escritor, su mayor obra, Los indios de México, son cinco volúmenes dedicados a las etnias indígenas que viven en el territorio mexicano, un mundo que veía desaparecer bajo las fauces del progreso.
Los hongos alucinantes es un serio y hermoso libro de viajes, y también es un ensayo antropológico, y el relato de sus primeras experiencias con hongos y la biografía de María Sabina, a quien describe con realismo, con cariño, con admiración, sin adornar con efectos especiales la magia que emanaba de su figura. Sólo cuando es imprescindible, Benítez se vuelve protagonista de su obra y se da el tiempo para referirnos su experiencia con los hongos: No era la fuerza de mi juventud lo que recobraba, sino otro tipo de fuerza, una sabiduría nueva, una penetrante lucidez, una certidumbre deslumbradora de conocerlo todo y de abarcarlo todo unido a una sensación de euforia y de alegría salvaje que me recorría como una corriente eléctrica. Dios, yo era Dios. Se desataban en mí posibilidades divinas que habían permanecido oscurecidas y subyugadas hasta ese momento.
En la tierra mágica del peyote (su otro libro coeditado por LOM y ERA) presenta descripciones que, por momentos, se tornan demasiado minuciosas. Pero si uno alcanza la paciencia necesaria, será capaz de dibujarse en su mente un detallado cuadro de la experiencia por la que atravesaba Benítez. Así, uno va descubriendo junto a él, esos pueblos pre-racionales, que vivían para sus dioses y con sus dioses, y que hoy encontramos contaminados por el turismo hippie, los yonquis americanos y los charlatanes seguidores de Castaneda.
Tras leer a Benítez se verán tentados a adoptar su consejo, pues que debemos volver a lo primitivo, a lo salvaje.


Los hongos alucinantes, Fernando Benítez, LOM y ERA, 126 págs.
En la tierra mágica del peyote, Fernando Benítez, LOM y ERA, 190 págs.

miércoles, marzo 21, 2007

Delirium (cuentos con y sin drogas), León Pascal


Sólo quien es feliz puede transmitir felicidad. Yo: incapaz de motivar a una pulga. Sangre y sonrisas.
León Pascal


Se imaginan a Burroughs, Bukowski o a Hunter Thompson escribiendo sin drogas ni alcohol en el cuerpo. ¿Poetas malditos rehabilitados? Difícil. Sus vidas, (des)estabilizadas con la embriaguez, fueron el fermento de su literatura. Para un rehabilitado, como León Pascal, las drogas son el centro del universo, y la vida de quien las consume, en sus palabras, es una caca humeante. Estos cuentos tratan de sexo y drogas; exageradas ficciones acerca de la desesperación que el exceso de éstas producen. A continuación, algunos pros y contras de consumir Delirium.

1. El primer punto a su favor es que casi no existen obras que aborden la fauna yonqui nacional. Pero en muchos de los casos cae en los clichés de que la vida es una mierda, la sociedad es cruel e indiferente, la droga un camino sin retorno.

2. La imaginación de Pascal (¿producto de sus experiencias con psicodélicos?) llega a niveles impredecibles. Ninfómanas extraterrestres con seis tetas en un bar de Ñuñoa. Una varita mágica comprada en una micro, que transforma al protagonista en una bella modelo, en una ballena, en un hippie de Woodstock, etc.

3. El lenguaje en sus cuentos parece un animal vivo, lleno de energía, de la vitalidad del habla cotidiana mezclada con el barroquismo de La Cuarta. Aunque peca de exceso de modismos y todos los personajes parecen hablar de la misma manera.

4. Pero si Pascal sabe jugar con el lenguaje, no así con las estructuras narrativas: 12 de los 25 cuentos terminan con la muerte del protagonista, recurso que suelen utilizar los escritores neófitos o los que no quieren esforzarse un poco más por resolver la madeja narrativa. En Vale Hongo un tranquilo joven del barrio alto se vuelve ultraviolento por un mal viaje en hongo en el Valle de la Luna y asesina a los otros personajes.

5. Como Réquiem para un Sueño, Pascal aborda el lado gangrenal de la droga. Tiene la crudeza y coprolalia de Palahniuk, pero no su verosimilitud, aunque debo reconocer que con algunas de las escenas triple equis me excité.

6. Pascal, como Don Miguel, se drogó durante veinte años hasta que su vida pendió de un hilo. Sobreviviente del lado sórdido de la vida ha vuelto para dedicarle su literatura rehabilitada a la causa: la gente no debe tener derecho a equivocarse como él. Sin embargo, ahí donde la causa se desdibuja, donde sacrifica su misión moral, Pascal alcanza su mayor altura estética.

Delirium, León Pascal, LOM, 2000, 224 págs.

domingo, marzo 04, 2007

El enteógeno de la civilización occidental


(Artículo publicado en revista Descontexto N°7, 2007)

I. El viaje a Eleusis

¡Bienaventurado el hombre en tierras, que haya visto eso! Quien no ha sido iniciado en los sagrados misterios, quien no ha participado en ellos, será un muerto en una oscuridad sepulcral. Himno Homérico

La civilización occidental, desde hace ya varios siglos, ha depositado toda su fe en la razón como vehículo para expandir el conocimiento. Sin embargo, a través de la historia el hombre ha practicado diversos métodos para conocer(se) más allá de la frontera que imponen los cinco sentidos y la mente. La meditación oriental, los ayunos, las cuentas del Rosario, el Hamblecheyapi o la búsqueda de visión Lakota, las danzas circulares de los derviches, el temazcal mesoamericano, la autoflagelación, y la respiración holotrópica, son algunos de los métodos desarrollados para abrir las compuertas tras las cuales, en palabras de Blake, cada cosa aparece ante el hombre como es, infinita. La Verdad ideal a la que alude Platón en su mundo de las ideas.
El uso de enteógenos ha sido otro método. La civilización helénica estuvo en contacto con un particular enteógeno, el cornezuelo del centeno (cuyo principio activo es la amida del ácido lisérgico, pariente cercano del LSD 25). Su ingesta se llevaba a cabo a través de los Misterios de Eleusis (Se han encontrado, en Eleusis, estatuas de Perséfone agitando en sus manos espigas del centeno infectado por el hongo del cornezuelo. Micenas, una de las raíces de la civilización helénica, da su nombre a mykes, hongos). El viaje a Eleusis representaba una travesía al otro mundo para recobrar de la muerte a la hija de Démeter (El mito trata acerca de cómo la Madre Tierra, la diosa Démeter, generatriz de los granos, pierde a su hija única, la doncella Perséfone, raptada mientras recogía flores, por Hades, el señor de la muerte. Démeter se opone a germinar la tierra hasta recuperar a su hija. El equilibrio se rompe. Los hombres no pueden hacer sacrificios para los dioses y Zeus debe intervenir. A Perséfone, desposada por Hades, se le permite volver a los brazos de su madre una vez al año).

Cada año, se iniciaban en los misterios, miles de personas de todas las clases, emperadores y prostitutas, esclavos y hombres libres. Sólo dos condiciones se les exigían (que hablaran griego y que no hubiesen cometido un asesinato) para comenzar con los ritos preliminares que duraban más de medio año. Eran los misterios menores y se realizaban en Atenas. Luego emprendían la peregrinación hacia Eleusis, por primera y única vez, para ver lo sagrado. Era una caminata de 20 kilómetros que comenzaba atravesando un puente demasiado estrecho para llevar un carruaje y en el que a sus costados hombres con máscaras insultaban a los peregrinos. Eleusis era una región sagrada por su afinidad especial con el reino de los muertos. La procesión pasaba simbólicamente la frontera entre los dos mundos: un viaje trascendental cargado de dificultades. Tras recorrer la Vía Sacra llegaban al telesterion, o sala de iniciación de los misterios mayores, donde algo se veía. Eso era todo lo que se podía contar sobre los misterios, el resto era un secreto o, simplemente, inexpresable. El telesterión era muy pequeño para permitir una representación teatral, y los griegos difícilmente podrían haber sido engañados con algún truco escénico. Además había síntomas físicos que acompañaban las visiones: miedo y un temblor de las extremidades, vértigo, náusea y sudor frío. Después de eso sobrevenía la visión.
Las investigaciones realizadas por el profesor de etnobotánica griega, Carl Ruck, lo llevaron a concluir que los griegos conocían sustancias embriagantes distintas al alcohol. De hecho no tenían una palabra para alcohol, ni tampoco sabían destilarlo. Lo más fuerte que podían obtener por fermentación natural era un vino de 14 grados. Sin embargo, los griegos solían beber sus vinos mezclados con agua. Había incluso vinos tan fuertes que para poder ser bebidos sin riesgo vital, debían diluirlos con veinte partes de agua, por cada una de vino. Y aun así podían producir diversos síntomas físicos: insomnio, alucinaciones, mareos o hilaridad. La razón de esto es que en la Antigüedad el vino, en casi todos los pueblos primitivos, no contenía alcohol como sustancia embriagante, sino que por lo general, era una infusión de toxinas vegetales en un líquido vinoso.

Destinadas para ceremonias religiosas, como los misterios de Eleusis, y más tarde utilizadas profanamente, las sustancias enteógenas no eran ajenas a la cultura griega. Un nuevo paradigma, el cristianismo, terminó por extirpar esas prácticas paganas. La fe pasaba a ser el exclusivo vehículo para alcanzar el éxtasis místico, y éste era privilegio de monjes. La Iglesia advertía el poder que las experiencias místicas otorgaban a los hombres. Para un hombre que conociera el secreto del Universo, la Iglesia aparecería como una institución vana, inútil. La prohibición de acceder a esos estados, a través de la eliminación de mecanismos para alterar la conciencia, concedieron a la Iglesia el monopolio del espíritu religioso.
En nuestra civilización occidental, sólo un hombre dedicado a la ciencia, podía recuperar el enteógeno perdido, ése que utilizó la cultura griega (base de nuestra civilización) en los misterios eleusinos, hasta que el cristianismo lo prohibió.

II. La recuperación del enteógeno perdido

El azar sólo favorece a las mentes preparadas.
Louis Pasteur

Albert Hofmann había sintetizado el LSD 25 cinco años antes de probarlo por primera vez. Esa mañana, mientras trabajaba en un laboratorio de Sandoz, con otros derivados del ergot (que provenía del cornezuelo del centeno), se preguntó acaso ese alcaloide desechado con tanta facilidad cinco años antes, no tendría alguna utilidad para el hombre. Comenzó a trabajar con él y esta vez, no la intuición, sino un error, lo acercaron más al enteógeno perdido. El destino y el libre albedrío se unieron, era la moira de la Antigua Grecia. Ínfimas cantidades de LSD 25 entraron por sus dedos. Esa primera experiencia fue confusa y llena de temor por el desenlace incierto. Al día siguiente, realizó el primer autoexamen científico de la sustancia.
La máxima figura a la que podía aspirar la civilización occidental en su afán por develar la realidad oculta en el Universo a través de la razón, el investigador científico, había recuperado la llave utilizada por la raíz de esa civilización, para eliminar la frontera entre el yo y la materia. Había sintetizado un enteógeno, un camino para revelar la divinidad interna del ser humano, en palabras de Hofmann, una sustancia capaz de crear una experiencia donde el yo y la creación conforman una unidad.Poco tiempo después otro símbolo de nuestra civilización, un banquero inglés, Gordon Wasson, se convertía en el primer hombre blanco en probar los hongos mágicos. Revelaba así un secreto escondido a la dominación cristiana, por más de cuatrocientos años. En 1955 en un viaje a México, con el fin de corroborar las anotaciones de los frailes españoles del siglo XVI sobre la ingesta de los hongos por los nativos (consideradas por los estudiosos como parte de una mitología sin fundamentos), Wasson participó de una ceremonia conducida por una chamana, María Sabina. Su intuición fue confirmada. Los hongos eran considerados entes divinos. Su ingestión permite, como dicen los indios mexicanos, conocer a Dios.
Wasson dividió el mundo entre culturas micófilas (amantes de los hongos) y micófobas. Sus investigaciones en las culturas populares de los pueblos micófilos y los viajes que experimentó junto a su mujer, lo llevaron a establecer una relación entre los hongos y el conocimiento espiritual.
Sin embargo, el descubrimiento que hicieron Hofmann y Wasson no fue difundido con tanta vehemencia. Sentían que la cautela era la actitud adecuada frente a sustancias que producían efectos tan profundos, cuya acción, según Hofmann, tiene lugar en una superficie límite, en la que la materia se continúa en el espíritu y viceversa.
Si bien Wasson y Hofmann fueron fundamentales para la recuperación de los enteógenos en la cultura occidental, aún faltaba el encargado de difundir este redescubrimiento. Desde el elitismo intelectual europeo no podía surgir la democratización de ese saber. Es en el nuevo Imperio, como lo fue aquel que albergó los misterios eleusinos, desde donde se proyectaría hacia la población. Timothy Leary, profesor del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, justo ahí en la médula intelectual del Imperio Norteamericano, fue el evangelizador del enteógeno occidental.

III. El apóstol psicodélico

¡Dios es una sustancia, una droga!
Gottfried Benn

En 1960 Leary trabajaba como profesor en el Centro de Investigación de la Personalidad de Harvard. Ese año, en México, probó los hongos mágicos. El viaje duró poco más de cuatro horas. Como casi todos los que han visto el velo descorrido, al volver era otro hombre. Descubrí que la consciencia normal es una gota en un océano de inteligencia. Que la consciencia y la inteligencia pueden expandirse de manera sistemática. Que puede reprogramarse el cerebro. Entusiasmado por la experiencia, Leary recurrió a Aldous Huxley para dilucidar la interrogante que lo acechaba: ¿cómo introducir en la sociedad aquellos métodos de expansión de la mente? Huxley le propuso pasar una tarde juntos, bajo los efectos de la psilocibina para resolver el enigma (psilocibina es el nombre del alcaloide psicoactivo presente en los hongos mexicanos, sintetizado por Hofmann). Tras algunas horas, una sonrisa beatífica asomó por la boca de Huxley. Todo era muy sencillo. Leary debía ser un catalizador de la evolución, debía difundir la noticia. Pero un obstáculo bloquearía esa evolución: La Biblia. Timothy no recuerda ninguna mención bíblica sobre los enteógenos. A lo que Huxley responde:
¿Has olvidado los primeros versículos del Génesis? Yahvé les dice a Adán y Eva: “Os he montado este balneario estupendo al Este del Edén. Podéis hacer todo lo que os plazca, pero tenéis prohibido comer el fruto del Árbol de la Ciencia”. Los gestores de la conciencia, desde el Vaticano hasta Harvard, llevan mucho tiempo en este negocio, y no tienen ninguna intención de renunciar a su monopolio.
Así empezó el Proyecto Psilocibina de Harvard. Leary comprendió la inutilidad de ser un observador externo de las experiencias con la droga. Como científicos, ellos debían ser los exploradores de ese nuevo campo de la conciencia que se abría (Los psiquedélicos son para la psicología como el microscopio para la biología y el telescopio para la astronomía. Stanislav Grof). Muy pronto advirtieron las capacidades transformativas que poseía la psilocibina. Establecieron los requerimientos indispensables para que una sesión alcanzara los efectos deseados. Leary escribió un manual de navegación neurológica para viajes con enteógenos. Luego prepararon a los estudiantes para que fueran capaces de guiar las sesiones. Ellos también debían ingerir la droga (no para constatar el imaginario en desbocada aceleración del viajero, sino para estar disponible como base de referencia segura).
Tras una sesión con Allen Ginsberg comenzó la segunda etapa: La cruzada psicodélica, la revolución neurológica. Leary dejaría de ser un psicólogo que recopilaba datos, de ahora en adelante, los crearía. El Gran Plan era iniciar y adiestrar en la expansión de la conciencia a estadounidenses influyentes, para así obtener una corriente de opinión pública que apoyara programas masivos de investigación y centros de enseñanza para el consumo inteligente de las drogas. Intelectuales, políticos, académicos, feligreses protestantes e incluso presos, fueron iniciados por Leary y Allen. Muy pronto, la llegada del LSD, implicaría un nuevo y más definitivo campo de exploración para los científicos harvarditas.
A medida que crecía el entusiasmo de los iniciados por Leary, crecía la presión de la CIA sobre él. La CIA había investigado mucho antes con el LSD para utilizarla como arma química y para sus investigaciones de lavado de cerebro (el proyecto conocido como MK-ULTRA), pero no para desarmar el troquelado protestante que tanto se habían esforzado en implantar. A Leary lo expulsaron de Harvard por incumplir su horario de profesor (había pasado un siglo desde que Harvard expulsó a un profesor. El último había sido Ralph Waldo Emerson, quien fue expulsado por decirle a sus alumnos que abandonaran la Iglesia y encontraran a su propio Dios). La CIA logró desbaratar su Fundación Internacional de Liberación Interna, un resort de experiencias psicodélicas cerca de Acapulco, deportando a Leary de México y luego de varias islas del caribe. Nixon lo llamo el hombre más peligroso de América. Finalmente fue encarcelado durante siete años por portar dos colillas de marihuana. Eran los esfuerzos de un sistema leal a la creencia protestante de que el planeta Tierra es una mierda. Así consiguieron detener el proselitismo enteogénico de Leary. Pero la noticia ya había sido difundida y las nuevas generaciones, hijas de la cultura occidental, habían recuperado el enteógeno que la vio surgir.
El entusiasmo de Leary y la efervescencia que sus sermones produjeron en la década de los sesenta le hicieron perder de vista la mesura que muchos de sus compañeros en los primeros viajes advirtieron: había que ser cuidadosos con una sustancia tan reveladora. Quienes detentan el poder necesitan que la población siga creyendo que a ellos les deben sus libertades. Como el cristianismo en sus primeros años de dominación política, las elites de poder norteamericanas vieron en el LSD el peligro de generar una autonomía de conciencia que escapaba de sus esferas de control.
Leary creía que cada uno debía comenzar su propia religión y para ello recomendaba, a todos los adultos, tomar LSD una vez por semana. Ernst Junger sostenía que una vez al mes es mejor que una vez a la semana, y una vez al año mejor que una vez al mes. Alan Watts decía que bastaba con una experiencia de apertura mística con algún enteógeno, tal como lo hicieron los griegos en los misterios eleusinos, para, en palabras de Píndaro, conocer el final de la vida y su comienzo dado por Zeus.

sábado, enero 20, 2007

Charas, la resina de los dioses


En un valle de los Himalayas, donde la marihuana crece como planta silvestre, la esposa de Shiva, la diosa Parvati, diseminó las semillas de la mejor hierba para que su divino marido no fuese a buscarla a otros valles. Ahí, las condiciones para su crecimiento son perfectas desde hace miles de años. La altitud, sobre los tres mil metros, y las extremas temperaturas, fortifican la planta. Nadie fuma de estas plantas. Son demasiado resinosas. Una vez lo intenté. Dejé secando un cogollo durante días y aún así no quemaba bien. Ellos extraen de los cogollos una resina incomparable, la perfección canabinoide, una sustancia sagrada, con una técnica milenaria que, por algún buen karma, como suelen decir ahí, tuve la fortuna de conocer.

Las lluvias del monzón habían terminado. Toda el agua del mundo parecía haber caído sobre la región para lavar sus calles y regar las plantaciones. El sol hacía su trabajo, secaba los frutos de las plantas. La temporada para hacer charas, comenzaba.

Tras un viaje de dos días, tres buses y más de dos horas de caminata (soy afortunado, pues hace una década sólo la caminata tardaba casi dos días) llego al pueblo más cercano a las plantaciones. Me quedo algunas noches ahí, reuniendo datos que me conduzcan sin peligro hasta ellas. Desde 1984, por presiones occidentales (americanas fundamentalmente) el charas es ilegal, pero como todo en la India, coexisten los opuestos. Es ilegal y sagrado a la vez. La policía quema parte de las plantaciones para controlar su comercio y los hombres santos (los sadhus) la fuman con oraciones en los templos.
En ese pueblo, cuyo nombre no quiero mencionar, me inicio en la técnica. Tras elaborar algunos gramos de no muy buena calidad, me decido ir hasta las plantaciones. En ellas la recolección es un trabajo artesanal y no una empresa desarrollada. Ningún cartel de la droga, ninguna multinacional, ningún tráfico a gran escala, sólo familias que recolectan el charas como si se tratara de cualquier cosecha, y uno que otro viajero que pasa la temporada en las montañas, fabricando su propia reserva.
Entre familias nepalíes (mano de obra barata) y con el permiso del dueño de la plantación (cuya única exigencia era que fabricara charas de buena calidad), trabajo durante cuatro días. El sol, tan cercano, hace transpirar a las plantas y permite, que tras frotarlas, su aceite quede adherido a las manos, una pátina café, casi negra.
Sentados en círculo bajo el sol, esperamos a un hombre que corte las matas y las deje frente a nosotros. Sentados en la tierra, rodeados de marihuana, en silencio, acariciando las plantas, suavemente. Tomo una vara y le saco las hojas, y las hojas me van cubriendo. Las hojas no sirven, y luego el cogollo esperando, lo acaricio entre mis palmas durante un momento, entonces debo sacar los restos de hojas que queden en ellas. Debo ser muy cuidadoso con las palmas, si me apoyo en el suelo, la tierra se mezcla con la resina y la vuelve inútil. Durante todas las horas que estoy bajo el sol, cerrando el círculo de la familia nepalí, que me ve hacer y me sonríe, siempre sonríe, no puedo comer, ni beber agua, ni tomar nada con las manos, sólo los cogollos, y mucho cuidado con las hojas, que se pegan a la resina y después al fumarla produce dolor de cabeza. Sacar lentamente todas las hojas, de la plantas, de las palmas, ésa es la parte más lenta. Frotar el cogollo dura apenas unos segundos. Entonces me piden que les muestre las palmas. Se las enseño y aprueban con sus sonrisas. Lo estoy haciendo bien. Repito una y otra vez el mismo procedimiento. El día avanza y nos volvemos un reloj de sol, sentados en círculo, con sed y calor, deshojando, frotando, una fabricación meditativa, un mantra que se pronuncia con las manos juntas sobre la hierba, como rezando por la sangre de la planta. Un mareo tibio se despide del sol, es el momento de sacarse la savia negra de las palmas. Presiono la yema del dedo gordo contra la palma de la otra mano. Con fuerza presiono y retiro el dedo. El trozo de savia que tenía pegado en la palma ahora está en la yema, dejando la piel blanca, sin ningún rastro de savia. Vuelvo a presionar y quitar. El charas está tan adherido a la palma que las grietas de la piel se abren, se rajan, como si ésta no tolerara separarse de aquel sagrado elemento.

Descortezar la planta, deshojarla, frotar los cogollos y quitar la resina es una mano. Se pueden hacer de tres a cinco manos en un día, y cada mano puede contener entre 1 y 6 gramos. Mientras mayor sea la cantidad producida, menor será su calidad. Mientras menor sean los restos de hojas, más puro, limpio y bueno será el charas. Para hacer crema, o sea el mejor charas posible, no se puede hacer más de cinco gramos en un día. Hacer de 5 a 10 gramos por día corresponde a segunda crema. El charas clásico, que también es bueno, permite sacar de 10 a 20 gramos por día.
Al tercer día las manos me arden. Por muchas grietas se asoma la sangre. Los nepalíes ríen. Ven el charas que hice y me dicen atchá walah, buena cosa.
Hasta hace algunos años la forma en que se moldeaba la resina permitía reconocer su procedencia. Pequeñas tortillas (chapatis) del valle de Parvati, o los famosos dedos de Manali, eran algunas presentaciones que hoy han perdido la exclusividad local.
Los sadhus cada vez que van a fumar recitan un mantra: Bom Bholenath Sabke Sat (reunámonos junto a Shiva). Rememoran así, aquella etapa de Shiva, el Dios de la Destrucción, en la que buscaba desmotivarse del mundo, perder las ambiciones terrenales, apreciar con más detalle la intensidad del presente. Una vez alcanzada esa etapa la hierba ya no era necesaria. La danza de la realización, simboliza el momento en que Shiva consigue dominar su deseo, cuando controla su ira, cuando vence a su ego. A partir de ese momento la marihuana se reserva para ocasiones especiales. En la noche de Shiva, para rendirle culto al Dios que hoy goza de mayor popularidad, los hindúes comen bhang (una pasta hecha con la planta completa de marihuana que puede comprarse en las oficinas de gobierno). Esa noche, muchos se embriagan con bhang, pero es una embriaguez tranquila, reflexiva, llena de silencios, de contemplación, de música hipnótica (el alcohol, sustancia que desata la pasión, el descontrol, es socialmente denostado). Miles y miles de personas caminan por las calles estrechas que conducen desde un templo sagrado hasta el otro. Quieren ver el jotilingam (una representación fálica de Shiva), quieren acariciarlo, frotarlo, verter leche, agua, flores, inciensos, collares, quieren saber que tendrán la fuerza necesaria para tolerar el sufrimiento que produce en sus vidas el deseo, la pasión, la ira, el odio.

A pesar de que esa noche, y cualquier noche, pueden comprar bhang en las tiendas de gobierno, la marihuana es ilegal. Por eso estaba la policía cuando volvía de las plantaciones con diez gramos de excelente calidad fabricados por mí, y con otro poco que compré a unos niños. Los principios contra el trabajo infantil se hicieron humo ante la eventualidad de probar lo que hacían los niños, que todos sabíamos, era algo especial. Sus manos sudorosas, la piel suave, extraen lo mejor de las plantas. Los había visto hacer charas, y parecían divertirse, disfrutaban de compartir ese momento con la familia, los hacía sentir que cooperaban con el resto. Eran más inquietos, y no trabajaban sentados todo el tiempo, sino que caminaban entre las plantas y sin arrancarlas, les quitaban las hojas hasta la altura que alcanzaban, las frotaban y luego buscaban otra que les pareciera mejor. Era una pequeña competencia que mantenían entre ellos. Sabían que si se apuraban más de la cuenta les saldría un charas malo, tenían que controlar su ansiedad. Me ofrecían sus bolitas de charas a precios absurdos. Les pagué el doble de lo que pedían, para sobornar mi conciencia.
La tola es la unidad de medida en que se vende el charas y debiera corresponder a 11,2 gramos, pero en realidad equivale a 10 gramos. Llevaba poco más de dos tolas conmigo, una cantidad suficiente para pasar un mal rato con la policía. Sabía que no iría preso por eso. Aunque había un gran número de occidentales en las cárceles indias por porte de charas, lo que llevaba encima no me conduciría a una de ellas, pero sí podía complicarme y obligarme a entregar más plata de la que estaba dispuesto a pagar por una coima. La policía se hace un sobresueldo con el dinero de los viajeros que andan con charas.
Desandaba el camino que había hecho para llegar a las plantaciones. Un pequeño sendero a través de montañas, quebradas, ríos, rodeado del verde que perdía la humedad del monzón pasado. De pronto siento olor a marihuana y mi primer pensamiento es que hay alguien fumando un poco más adelante. El olor se vuelve cada vez más intenso y el adelantado fumador aún no aparece. Cuando me veo cubierto por una nube de marihuana comienzo a preocuparme. Miro en todas direcciones y noto que al otro lado del río, sobre una ladera, varios policías obligan a un campesino a quemar su plantación. El viento trae la nube hasta mí. La policía enfrente, a cierta distancia desde luego, pero suficiente para adivinar las razones de mi paseo, y la nube que me sigue y la policía ¿también me sigue? el charas en el bolsillo empieza a apretarme el pecho, o es la nube, o es la paranoia creciente que me envuelve mientras camino por ese sendero de marihuana ilegalizada en el aire. No sin miedo, creyendo que voy por montañas llenas de serpientes, policías y peligrosos santones, logro llegar de noche hasta mi hostal.
Cuando el sol se pone ya no es posible seguir produciendo charas. Las plantas se enfrían, la resina no se adhiere a las manos. Viajeros, babas, indios que disfrutan de la compañía de los extranjeros y del charas que llevan consigo, se sientan en el suelo, alrededor de una mesa larga, a compartir rondas de charas. Se fuma en una pipa llamada chilum (de la relación que existe entre los viajeros y sus chilums, cual proyección fálica de sus complejos, tendría que hablar en otro artículo). El charas se divide en decenas de pequeñas bolitas que se mezclan con el tabaco. Hay un arte en preparar la mezcla. Demasiado tabaco no permite disfrutar el charas. Demasiado charas no quema bien. Quien prepara la mezcla, generalmente el dueño del charas, jamás prende la pipa. Escoge a alguien del grupo, y como una ofrenda le tiende el chilum para que lo encienda. Éste recita el mantra, lo enciende, fuma una sola vez y lo entrega a su derecha, hasta que se acaba su contenido. Entonces hay que limpiar minuciosamente el chilum para que la siguiente ronda no tenga sabor a resina quemada. Un nuevo mantra y otro chilum comienza a avanzar hacia la derecha, desafiando los punteros del reloj, marcando un tiempo expandido por el charas.
Esa misma noche, sentado a la mesa con otras nueve personas, probé lo que había elaborado. No estaba listo aún. Le faltaba secarse durante un mes. El charas fresco irrita la garganta, pero el efecto aún puede sentirse. Tenía sabor a mango, y producía una magnífica ampliación de los sentidos. Las ideas se organizaban de manera pulcra, como zonas bien definidas. El presente me envolvía sin dejar espacio para los recuerdos o los proyectos. Parecía no haber más en el mundo que diez personas sentadas alrededor de una mesa rectangular con vista a los Himalayas. Una extrema y sedante lucidez. Era mucho más sútil que la marihuana y que el charas clásico. No embotaba los sentidos, sino que los dejaba ágiles, sensibles, no hipersensibles. Esperé a que un sadhu lo probara. Era un hombre, que como la mayoría de los sadhus, no tenía más posesiones que la túnica amarilla con la cual se cubría y una vasija de cobre para llevar la comida que mendigaba. Con su frente trazada por las tres líneas shivaítas, fumó del chilum e inclinando la cabeza me dijo, atchá walah. Ahora podía estar seguro de haber probado la crema, el charas perfecto.