sábado, diciembre 30, 2006

Bitches Brew, Miles Davis


Agosto de 1969, la psicodelia se apodera del rock, y Miles Davis se apodera de todo lo que escucha y sucede a su entorno, una vez más, para transformar el jazz. El resultado es Bitches Brew, un álbum profético. Pinceladas de Jimmy Hendrix, de James Brown, de John Coltrane se entremezclan, sin sofisticación, en melodías simples, repetidas hasta la hipnosis.
Con este disco, Miles se sumerge en su etapa electrónica, que ya había comenzado algunos años antes con Filles de Kilimanjaro e In a Silent Way, dos joyas. Rodeado de músicos jóvenes (Miles tenía olfato para descubrir talentos) como Chick Corea, Jack de Johnette, John Mclaughlin, Joe Zawinul, entre otros, Miles busca sonidos nuevos, texturas nuevas. Se aleja del jazz purista para extender sus límites, hasta proyectar originales vetas por donde más tarde sus acompañantes-discípulos continuaron, dando origen a dos de los grupos más importantes del jazz fusión: Weather Report y Mahavishnu Orchestra. Pero lo que en el jazz fusión es virtuosismo lúdico, en Bitches Brew es agresiva búsqueda, narcótica originalidad.
Sus fans parecían no perdonarle a Miles que se alejara del jazz más tradicional, ni de la heroína, pero Miles no componía para ellos, sino que como una compulsión, como esa agitación desbocada que era su propia vida, buscaba nuevas zonas por donde derramar su talento insaciable.
Hasta el 75 duró la era electrónica. Pero tanta psicodelia, tanto jazz, tanto rock, tanto exceso, lo llevó al silencio. Entre el 75 y el 80 no tocó ni una sola vez la trompeta. Mi actividad principal consistía en tomar quinientos dólares diarios de cocaína y coger a todas las mujeres que lograra llevarme a casa. También era adicto al Percodán y al Seconal, los cuales acompañaba con cerveza y cognac.
Bitches Brew es la euforia, el delirio creativo, la liberadora explosión en clave jazzística que experimentaron los Beatles y Pink Floyd en el rock; Ginsberg y Kerouac en la literatura; Warhol y Basquiat en la pintura. Luego vendría la depresión, el encierro, el vacío tras el exceso creativo.
Disco engranaje entre el jazz tradicional y el jazz fusión, cargado de visceral honestidad, Bitches Brew nos invita a escucharlo para desarticular lo organizado, hasta sumirnos en la entrópica armonía de sus improvisaciones.

Bitches Brew, Miles Davis, 1969, Sony.

miércoles, diciembre 06, 2006

Flashbacks, Timothy Leary


¡Dios es una sustancia, una droga!
Gottfried Benn


Todavía me pregunto cómo es que aún no han hecho una película sobre la vida de Timothy Leary. Su autobiografía parece una novela elaborada en los laboratorios de Hollywood: romances, intrigas políticas, persecuciones (con fuga de cárcel incluida), revelaciones místicas, traiciones; parece una novela de formación, o una picaresca, una novela histórica o de suspense. Pero no es una novela. No es ficción, es la vida de Leary.

El elitismo europeo bajo el cual creció Hofmann le hizo oponerse, desde que descubrió los efectos enteogénicos del LSD, ha cualquier intento de masificación de la sustancia. Realizaba sesiones con filósofos, escritores, intelectuales y artistas. Leary creyó lo contrario: había que llevar a cabo una cruzada psicodélica, una revolución neurológica. Desde el Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, la médula intelectual del Imperialismo Norteamericano, comenzó el Proyecto Psilocibina. Preparaban gente para realizar sesiones con personas comunes y corrientes. Simultáneamente, junto a Allen Ginsberg idearon el Gran Plan: iniciar y adiestrar, en la expansión de la conciencia, a estadounidenses influyentes, para así obtener una corriente de opinión pública que apoyara programas masivos de investigación y centros de enseñanza para el consumo inteligente de las drogas.
Por este libro (y por las sesiones con LSD) transitan médicos de Harvard, feligreses protestantes, agentes de la CIA, presos de una penitenciaría, Kerouac, Burroughs, Ginsberg, swamis de la india, los Beatles, los Rolling Stones, Huxley y hasta Marilyn Monroe.
Todo parecía ir sobre ruedas, o sobre alas, pero como dije al comienzo, la vida de Leary parece sacada de una película y muy pronto se produce el quiebre. Cuando se presenta como candidato a gobernador de California, todas las fuerzas republicanas que dominaban el poder persiguen a Leary. Se convierte, en palabras de Nixon, en el hombre más peligroso de América. Su cruzada llama a los jóvenes a enchufarse con el interior, sintonizar con el exterior, y retirarse de todo aquello que te perjudique (Turn on, tune in, drop out). No quería organizar una nueva religión, sino que cada uno creara su propia religión. Creía que era necesario adoptar y orientar hacia un fin pacifista todos los progresos alcanzados por la evolución humana. Y tal como los aviones nos permitían llegar más rápido de un lugar a otro, el LSD había sido descubierto para expandir la conciencia, para llegar neurológicamente más lejos. Lo cual, a fin de cuentas, concedería mayor libertad al ser humano y le restaría poder a las elites dominantes. Razón de sobra para encerrarlo durante siete años por portar dos colas de marihuana.
Entretenida, por momentos apasionante y llena de humor, aunque sin gran profundidad, Flashbacks es la historia de uno de los más importantes defensores de la autonomía en la expansión de la conciencia.

Flashbacks, una autobiografía. Timothy Leary. Alpha Decay, 699 pp.

sábado, noviembre 18, 2006

Un novela pre-hippie y otra post-hippie

Las novelas Los vagabundos del Dharma y Miedo y Asco en Las Vegas son tratadas a continuación como íconos de la génesis y sepultura del ideal hippie...

Los Vagabundos del Dharma, Jack Kerouac


Y me prometí que iniciaría una nueva vida.
Vagabundearé con una mochila,
seguiré el camino puro.
Jack Kerouac

Los Vagabundos del Dharma es la biblia metafísica de los hippies. Es el punto de partida de una nueva forma de vivir, más cercana a la naturaleza, que concibe la vida como un viaje impredecible que enajena la cómoda seguridad burguesa que tan pocas respuestas otorgaba a los jóvenes de la patria del consumo. Kerouac y sus amigos son pre hippies, son quienes produjeron el renacimiento de San Francisco. En este libro se lee como vivían los beatnicks, entre fiestas interminables en las que hacían lecturas de poesía, improvisadas como el jazz, en las que se embriagaban con vino y algo de marihuana, y se desnudaban para bailar en rondas alrededor de fogatas. Pero no todo era fiesta, los pre hippies eran más arriesgados que los hippies. Kerouac, como un monje errante del extremo oriente, casi un mendigo, busca la vida como si fuese un puente, sin construir una casa sobre ella.
Mucho antes que los Beatles visitaran al Maharishi, mucho antes que Osho visitara California, Kerouac, impulsado por su amigo Gary Snyder, descubre el budismo y los pasos que da ascendiendo una montaña son constantes metáforas hacia el encuentro del Dharma, la rueda de la verdad budista que todo hombre puede hacer consciente. Era un camino espiritual desconocido en Occidente, una puerta que abrió a un conocimiento que hoy vemos mercantilizado en los gimnasios de Yoga y las visitas del Dalai Lama. Kerouac profetiza una revolución de las mochilas, miles y hasta millones de jóvenes con mochilas y subiendo a las montañas a rezar, todos ellos lunáticos zen que andan escribiendo poemas que surgen de sus cabezas sin motivo y siendo amables y realizando actos extraños que proporcionan visiones de libertad eterna a todo el mundo y a todas las criaturas vivas.
Esta nueva forma de vida exigía una nueva forma de escribir, más espontánea, sin caer en juegos intelectuales. Kerouac escribió este libro en 1958, en apenas once días.
Vagabundos del Dharma negándose a seguir la demanda general de la producción de que consuman y, por tanto, de que trabajes para tener el privilegio de consumir toda esa mierda que en realidad no necesitan y que siempre termina en el cubo de la basura una semana después.
Los Vagabundos del Dharma, Jack Kerouac, Anagrama, 236 pp.

Miedo y Asco en Las Vegas, Hunter Thompson


Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo eso, yo no sería nada.
Hunter S. Thompson


Después de los Beatnicks vinieron los hippies, que viviendo en la trinidad lisérgica del rock, las drogas y el sexo, vieron en el LSD la posibilidad de comprar, en palabras de Thompson, Paz y Entendimiento a tres dólares la dosis.
Miedo y asco en las Vegas, la novela en que se basa la película de Terry Gilliam con Jonny Deep haciendo de Thompson y Benicio del Toro como su abogado, es el relato de viaje menos místico y más drogo que he leído jamás. Aún más excesivo que la película, esta novela le pone punto final a una generación fundada por los beatnicks que perdió el norte a fuerza de conseguir respuestas espirituales a través de las drogas. Lisiados permanentes, buscadores fallidos, que nunca comprendieron la vieja falacia mística básica de la cultura del ácido: el desesperado supuesto de que alguien se ocupa de sostener esa Luz allá al final del túnel.
Thompson y su abogado establecen con sus mentes y con sus entornos una manera de desnudar la podrida falacia del sueño americano. Destruyen todo aquello que el conservadurismo materialista de norteamérica se ha esforzado por transformar en monumento. Son los grandes secularizadores de los mitos americanos, tanto del sueño capitalista como del hippie.
Éramos drogadictos escandalosamente pasados, montando un número de locos flagrantes que intentábamos llevar siempre hasta el límite... No para demostrar ningún principio sociológico trascendente, ni siquiera como burla consciente: básicamente era cuestión de estilo de vida, un sentido de lo que era obligado e incluso del deber.

Si Kerouac es profeta de los hipppies, Thompson es el anticristo de ellos. Un escéptico que termina sus días con la violencia de un disparo en la sien.

Miedo y Asco en Las Vegas, Hunter S. Thompson, Angrama, 207 pp.

lunes, noviembre 06, 2006

El camino a Eleusis, Wasson, Hofmann, Ruck


Los iniciados debían sufrir, sentir, experimentar ciertas emociones y estados de ánimo; no estaban ahí para aprender nada.
Aristóteles sobre los misterios eleusinos


Una tarde de Agosto de 1927, en las montañas de Catskills, Gordon Wasson y Valentina Pavlovna caminaban de la mano en medio de un bosque, disfrutando de su luna de miel, cuando notaron que a un costado del sendero había innumerables hongos de distintas formas, colores y tamaños. Valentina, de origen ruso, con cariño, con sacra ternura, los reconoció y los recolectó. Wasson intentó disuadirla, ¡Regresa, regresa acá! Son venenosos, hacen daño. Valentina reía. Sus festivas carcajadas sonarán por siempre en mis oídos. Al día siguiente, Wasson probó por primera vez los hongos. Sobrecogido por la reveladora experiencia y asombrado por la actitud opuesta que había manifestado el día anterior frente a su mujer, ambos comenzaron a investigar el trato que se le daba a los hongos en Inglaterra y en Rusia.
Los escritores ingleses rara vez los mencionaban y cuando lo hacían era relacionándolos con aspectos desagradables, ofensivos, con la putrefacción, la descomposición y la muerte. Los escritores rusos llenaban sus textos con hongos, siempre en un contexto afectuoso. Wasson dividió el mundo entre culturas micófilas (amantes de los hongos) y micófobas. Tras décadas de investigaciones sobre lo que llamó la etnomicología, descubrió que hace miles de años los hongos fueron objeto de devoción religiosa. Sus investigaciones en las culturas populares de los pueblos micófilos y los viajes que experimentó junto a su mujer, lo llevaron a establecer una relación entre los hongos y el conocimiento espiritual.
En 1955 en un viaje a México, con el fin de corroborar las anotaciones de los frailes españoles del siglo XVI sobre la ingesta de los hongos por los nativos, Wasson participó de una ceremonia conducida por una chamana, María Sabina. Fue el primer blanco del que se tenga registro que haya participado en una de estas ceremonias. Su intuición fue confirmada. Los hongos eran considerados entes divinos. Y el ritual buscaba abrir las compuertas hacia una relación con el todo como un ser viviente. Si en el primer viaje Wasson había relacionado su ingesta de hongos con una experiencia espiritual propia, en el viaje a México Wasson conoció la relación de los hongos con la cultura espiritual de un pueblo. De inmediato hizo el alcance: La utilización religiosa de los hongos en México eran la respuesta a los misterios Eleusinos celebrados en Grecia durante casi dos mil años. Su ingestión permite a uno contemplar con mayor claridad que la de nuestros ojos mortales, vistas que están allende los horizontes de esta vida; viajar por el tiempo, hacia adelante y hacia atrás, penetrar en otros planos de la existencia; incluso, como dicen los indios mexicanos, conocer a Dios.

El libro está dividido en tres partes. En la primera, Wasson cuenta la historia que lo llevó a relacionar el misterio de Eleusis con la ingesta de una sustancia enteógena. La segunda parte está escrita por el químico suizo Albert Hofmann, y en ella demuestra que los griegos pudieron haber obtenido a partir de un hongo que crecía en el trigo y la cebada, una sustancia de características similares al LSD: el cornezuelo, que los micólogos conocen como Claviceps purpurea.
En la tercera parte, el profesor de etnobotánica griega, Carl Ruck, intenta reconfigurar, a partir de una agobiante cantidad de citas, lo que se hacía al interior del templo en Eleusis. Como si revelara un secreto que había resistido todas las fuerzas de la historia, exhibe paso a paso el misterio que celosamente guardaron Platón, Aristóteles, Sócrates, Píndaro, Sófocles, Aristófanes, y todos los que viajaron a Eleusis.
Cada año, se iniciaban en los misterios, miles de personas de todas las clases, emperadores y prostitutas, esclavos y hombres libres. Sólo dos condiciones se les exigían (que hablaran griego y que no hubiesen cometido un asesinato) para comenzar con los ritos preliminares que duraban más de medio año. Eran los misterios menores y se realizaban en Atenas. Luego emprendían la peregrinación hacia Eleusis, por primera y única vez, para ver lo sagrado. Era una caminata de 20 kilómetros que comenzaba atravesando un puente demasiado estrecho para llevar un carruaje y en el que a sus costados hombres con máscaras insultaban a los peregrinos. Eleusis era una región sagrada por su afinidad especial con el reino de los muertos. La procesión pasaba simbólicamente la frontera entre los dos mundos: un viaje trascendental cargado de dificultades. Tras recorrer la Vía Sacra llegaban al telesterion, o sala de iniciación de los misterios mayores, donde algo se veía. Eso era todo lo que se podía contar sobre los misterios, el resto era un secreto o, simplemente, inexpresable (en el libro jamás se exponen las razones que hayan llevado a los griegos a mantener el secreto de los misterios eleusino). El telesterión era muy pequeño para permitir una representación teatral, y los griegos difícilmente podrían haber sido engañados con algún truco escénico. Además había síntomas físicos que acompañaban las visiones: miedo y un temblor de las extremidades, vértigo, náusea y sudor frío. Después de eso sobrevenía la visión.
Las investigaciones realizadas por Ruck lo llevaron a concluir que los griegos conocían sustancias embriagantes distintas al alcohol. De hecho no tenían una palabra para alcohol, ni tampoco sabían destilarlo. Lo más fuerte que podían obtener por fermentación natural era un vino de 14 grados. Sin embargo, los griegos solían beber sus vinos mezclados con agua. Había incluso vinos tan fuertes que para poder ser bebidos sin riesgo vital, debían diluirlos con veinte partes de agua, por cada una de vino. Y aun así podían producir diversos síntomas físicos: insomnio, alucinaciones, mareos o hilaridad. La razón de esto es que en la Antigüedad el vino, en casi todos los pueblos primitivos, no contenía alcohol como sustancia embriagante, sino que por lo general, era una infusión de toxinas vegetales en un líquido vinoso.
Destinadas para ceremonias religiosas, como los misterios de Eleusis, y más tarde utilizadas profanamente, las sustancias enteógenas no eran ajenas a la cultura griega. Un nuevo paradigma, el cristianismo, terminó por extirpar esas prácticas paganas. La fe pasaba a ser el exclusivo vehículo de las experiencias místicas.
Luego de tan reveladora investigación, quedan rondando algunas preguntas: ¿Habrá sido una revelación eleusina la que llevó a Platón a concebir un mundo de las ideas donde todo era perfecto, un mundo de esencias que se revelaba en oposición a éste de imperfectas materializaciones? ¿Es nuestra cultura occidental, hija de la civilización helénica, consecuencia de una cultura familiarizada con los enteógenos?
Por último una recomendación de Wasson: Si tiene la más leve duda, no pruebe los hongos.

El Camino a Eleusis, Una Solución al Enigma de los Misterios, Wasson, Hofmann, Ruck. México, Fondo de Cultura Económica, 1995.

domingo, octubre 29, 2006

Enteógeno: Un étimo adecuado


Todos los términos acuñados para denominar las drogas sagradas mexicanas, (el peyotl, el teonanacatl, y el ololiuqui, con las que el LSD guarda un estrechísimo parentesco químico-espiritual y de modo de acción) resultan inadecuados. Alucinógeno, que viene de ‘alucinar’ se relaciona con estar loco o divagar. Humphry Osmond acuñó la palabra psiquedélicos (‘revelador de la mente’), evitando utilizar el prefijo ‘psico’ para que no lo relacionaran con el término psicótico. Sin embargo, dichas precauciones no fueron suficientes. Por otro lado, el abuso que la cultura pop de los setenta hizo de aquella palabra nos impide sostener que un chamán tenga experiencias psiquedélicas. Aldous Huxley propone utilizar phanerothyme (‘manifestador del alma’) para hablar de sustancias como la mescalina:

Para hacer este trivial mundo sublime
tome medio gramo de fanerotime.

Enteógenos ha sido el término más aceptado por quienes estudian estas drogas. Entheos es una palabra que se utilizaba para describir el estado en que uno se encuentra cuando dios ha entrado en su cuerpo. Se aplicaba a los trances proféticos, la pasión erótica y la creación artística, así como a aquellos ritos religiosos en que los estados místicos eran experimentados a través de sustancias que eran transustanciales con la deidad. La raíz gen denota la acción de devenir. En estricto sentido es un término sólo para aquellas drogas que producen visiones como las de los ritos religiosos o chamánicos.

sábado, octubre 28, 2006

Los Tarahumara, Antonin Artaud


La vida moderna está atrasada con respecto a algo y no los indios tarahumara con respecto al mundo actual.

Debo esperar un par de días después de cada electroshock para que el diálogo con Artaud tenga algún sentido. Su dolor es medular, se reproduce en su cuerpo, en cada una de sus células. Los doctores intentan extirpárselo destruyendo las conexiones de su mente que, contra todos los pronósticos de la ciencia, aún logra expresarse magistralmente a través de la palabra.
Estamos en la clínica de Ivry, es un frío 4 de Febrero de 1948, y él escribe Tutuguri, el último de los textos que se incluirán en este libro sobre los tarahumara, comenzado doce años antes en México. Justo en un mes más, y con sólo 51 años, morirá.
Solemos conversar acerca de la alquimia de dolor sin sentido en la que vive Europa. Me cuenta que en un principio creyó que el surrealismo sería la solución para un continente contaminado de racionalismo. Pero su excesiva rigidez, su confinamiento político, le revelaron la precariedad del movimiento. Mitologías egipcias, tibetanas, la cábala y los celtas, fueron otras vetas por donde buscó la esencia del yo.
En 1936 visitó México para vivir entre los indios tarahumara, ahí donde la Sierra Madre es más agreste. Me dijo que esperaba de ellos el origen sin traicionar del ser humano, esperaba conocer una Verdad que ellos habían conservado. Encontró un pueblo cuya historia puede leerse en la geografía de las montañas, cuyos ritos reproducen una comunicación transparente con un Dios al que se llega a través del camino del Ciguri.
El Ciguri es el rito de una danza y el cuerpo de una planta, el peyote. Con este rito los tarahumara se despojan de sus apariencias hasta que se les revela su verdadero ser. Artaud participó de este rito.
Con él, el Hombre está solo, me señala, y tocando desesperadamente la música de su esqueleto, sin padre, madre, familia, amor, dios o sociedad. Y andas del equinoccio al solsticio, sujetando tú mismo tu propia humanidad.
El peyote
, continúa, conduce al yo hasta sus fuentes auténticas. Al salir de un estado de visión semejante, no se puede volver a confundir, como antes, la mentira con la verdad.
Quizás nuestra civilización podría superar su frustración si todos bebieran el Ciguri, comento.
Dicen esos sacerdotes de Ciguri, me responde, que el peyote no se da a todo el mundo y que para acceder a él hay que estar Predestinado.
A veces se acercan a las ciudades
, me cuenta, para ver cómo son los hombres que se han equivocado. Le preguntó de qué viven en las ciudades, pues no manejan dinero. Me dice que mendigan, y si se les da, no dicen gracias. Pues para ellos dar a quien no tiene nada no es ni siquiera un deber, es una ley de reciprocidad física que el Mundo Blanco ha traicionado.
En las páginas de este libro que me ha pedido que lea, quizás su libro más metafísico, se funden una hiperconciencia del entorno y de la propia existencia, con poesía y delirios cristianos, imágenes obsesivas de las que intentaba despojarse, en su viaje hacia un saber primitivo.

Los Tarahumara, Antonin Artaud. Tusquets, 1985, 184 pp.

lunes, octubre 23, 2006

LSD, Albert Hofmann

En la posibilidad de apoyar con una sustancia la meditación dirigida a la experiencia mística de una realidad, a la vez más elevada y más profunda, veo la verdadera importancia del LSD. Una aplicación de este cariz se corresponde por completo con la naturaleza y el tipo de acción del LSD como droga sagrada.

Imaginen a muchos hombres que sin notarlo, caminan sobre llaves, tantas llaves que no se ve el suelo. Sólo una de ellas sirve para eliminar la frontera entre el yo y la materia. Sólo un hombre es capaz de encontrar esa llave. El epígrafe de este libro (de Louis Pasteur) dice: En los campos de observación el azar no favorece más que a las mentes preparadas. Hofmann fue esa mente preparada. Descubrió el LSD tal como un chamán explorando la selva, hace miles de años, descubrió las propiedades mágicas de un hongo. En nuestra civilización occidental, sólo un hombre dedicado a la ciencia, podía recuperar el enteógeno perdido, ése que utilizó la cultura griega (base de nuestra civilización) en los misterios eleusinos, hasta que el cristianismo lo prohibió. Sin embargo, este hallazgo trajo consigo consecuencias adversas. Tal como un cuchillo puede salvar a alguien, en manos de un doctor, o quitarle la vida, en manos de un criminal, el LSD reveló dos caras. Su uso excedió muy pronto las investigaciones médicas, para ser utilizado como estimulante. Este uso irreflexivo produjo muy pronto graves incidentes (suicidios, accidentes, crímenes). El LSD, como el resto de las drogas sagradas mexicanas, (el peyotl, el teonanacatl, y el ololiuqui, con las que el LSD guarda un estrechísimo parentesco químico-espiritual y de modo de acción) puede utilizarse como enteógeno (revelador de la divinidad interna) o como estupefaciente (etimológicamente, que hace estúpido). Hofmann desde un comienzo se sintió responsable por el peligro que implicaba jugar con una sustancia que afecta el centro espiritual de la personalidad.
Hace algunos meses fui, con dos amigos, al santuario de la naturaleza, para realizar una sesión con LSD. Nos preparamos con días de anticipación. Llevábamos antídotos (leche y naranjas) por si era necesario cortar un mal viaje. No fueron necesarios. Mientras comenzaba el efecto estuvimos juntos, riéndonos de cualquier cosa, pero cuando el efecto terminó por destruir el tiempo, cada uno fue a caminar solo. Entonces comenzó el viaje, hacia adentro y hacia afuera, disipando el ego que minutos antes nos condujo hacia la conversación. Las palabras son un filtro demasiado grueso que impide sumergirse en ese estado preverbal. A veces recordaba sensaciones que no había tenido desde la infancia. Comprendí relaciones mitólogicas que me envolvían. Fui capaz de ver cómo se formaban las delgadas nubes que a veces cruzaban el cielo. Y cómo las plantas se alimentaban.
En este libro Hofmann nos entrega diversos relatos de viajes en LSD de grandes personalidades de la época, incluyendo su primera experiencia, inesperada y con temor por el desenlace incierto. Viajes con distintos enteógenos, junto a Gordon Wasson y María Sabina (la cual estimó que las píldoras de psilocibina sintetizadas por Hofmann llevaban el espíritu de teonanacatl). Viajes de iluminación mística; de vacío y angustias asfixiantes; viajes descritos por poetas, psicólogos, pintores, escritores, filósofos, hippies.
Hofmann expone estas experiencias, quizás para decirnos, que sólo en las mentes preparadas, el LSD posibilita una experiencia que crece hasta el sentimiento de que el yo y la creación conforman una unidad.

LSD, la historia del LSD, Albert Hofmann, Gedisa, 227 pp.

Opio, Jean Cocteau


¡Ojo!: es recomendable leer este libro acompañado de un joint. Así podrá leerse lo que la mano no puede escribir.
Mauricio Wacquez (traductor y prologador del libro)

Fue durante mi adolescencia, cuando creía que Cortázar era el mejor cuentista que había pisado este planeta, que supe por primera vez de este libro. Según él, la lectura de Opio había cambiado por completo su visión de la literatura y lo había llevado a comprender el surrealismo. Durante meses busqué Opio. No lo encontré. Con el tiempo me fue cada vez más difícil leer a Cortázar, hasta que olvidé por completo el libro de Cocteau. Muchos años después lo volví a ver en una estantería. Para entonces ya había probado el opio y mi interés ya no era cortazariano sino que personal. Esperaba un libro lleno de sueños, de visiones oníricas, de imaginería surrealista. A pesar que sabía que el opio, más que un viaje, como el del LSD, es un estado de desvelada hibernación, esperaba encontrarme con una versión literaria de Dalí. Nada de eso hay en este libro. Tampoco los delirios de Burroughs en El Festín Desnudo. Sino más bien el desdoblamiento de una conciencia crítica que observa su adicción. El libro tiene un subtítulo: Diario de una desintoxicación. Como el historial de un científico, Cocteau lleva su propia bitácora, pero sus resultados no son estadísticas, sino poesía.
Para Cocteau la desintoxicación es una herida lenta y el fumador una obra maestra perfecta, sin forma y sin jueces. Por ello decirle a un fumador en permanente euforia que se degrada, es como decir del mármol que ha sido deteriorado por Miguel Ángel; del papel, que ha sido ensuciado por Shakespeare; del silencio, que ha sido roto por Bach.
Cocteau jamás traiciona al opio: le debo mis horas perfectas, nos dice y se lamenta de que en lugar de perfeccionar la desintoxicación, la medicina no trate de volver el opio inofensivo.
Compuesto por fragmentos, algunos notables, otros prescindibles, Cocteau exhibe menos un surrealismo literario que vital. El opio, como la infancia, le permite a uno transformarse en lo que quiere.
El opio despeja el espíritu. Nunca lo vuelve a uno espiritual. Expande el espíritu. No lo agudiza.

Pero su atención no está puesta en ese poder mágico, sino en la cruel batalla, en el drama de la desintoxicación. ¿Acaso escribió este libro porque dominó al opio, o dominó al opio gracias a la escritura de este libro?
Aconsejo al enfermo que se ha abstenido durante ocho días hundir la cabeza en un brazo, pegar la oreja a este brazo, y esperar. Devastación, motines, fábricas que explotan, ejércitos en fuga, diluvio, la oreja escucha todo un apocalipsis de la estrellada noche del cuerpo humano.
Él se observa en el proceso con adicta lucidez. Advierte las pequeñas trampas que le interpone la desintoxicación y es capaz de registrar esas trampas hasta librarse de ellas. Al final dice que ya está curado, sin embargo se pregunta: ¿volveré a fumar? La respuesta es casi una declaración de amor, que espera ahí, a quien se envicie con la lectura de este libro.

Opio, Jean Cocteau. Editorial Sudamericana, 2002, 201 páginas.