sábado, enero 20, 2007

Charas, la resina de los dioses


En un valle de los Himalayas, donde la marihuana crece como planta silvestre, la esposa de Shiva, la diosa Parvati, diseminó las semillas de la mejor hierba para que su divino marido no fuese a buscarla a otros valles. Ahí, las condiciones para su crecimiento son perfectas desde hace miles de años. La altitud, sobre los tres mil metros, y las extremas temperaturas, fortifican la planta. Nadie fuma de estas plantas. Son demasiado resinosas. Una vez lo intenté. Dejé secando un cogollo durante días y aún así no quemaba bien. Ellos extraen de los cogollos una resina incomparable, la perfección canabinoide, una sustancia sagrada, con una técnica milenaria que, por algún buen karma, como suelen decir ahí, tuve la fortuna de conocer.

Las lluvias del monzón habían terminado. Toda el agua del mundo parecía haber caído sobre la región para lavar sus calles y regar las plantaciones. El sol hacía su trabajo, secaba los frutos de las plantas. La temporada para hacer charas, comenzaba.

Tras un viaje de dos días, tres buses y más de dos horas de caminata (soy afortunado, pues hace una década sólo la caminata tardaba casi dos días) llego al pueblo más cercano a las plantaciones. Me quedo algunas noches ahí, reuniendo datos que me conduzcan sin peligro hasta ellas. Desde 1984, por presiones occidentales (americanas fundamentalmente) el charas es ilegal, pero como todo en la India, coexisten los opuestos. Es ilegal y sagrado a la vez. La policía quema parte de las plantaciones para controlar su comercio y los hombres santos (los sadhus) la fuman con oraciones en los templos.
En ese pueblo, cuyo nombre no quiero mencionar, me inicio en la técnica. Tras elaborar algunos gramos de no muy buena calidad, me decido ir hasta las plantaciones. En ellas la recolección es un trabajo artesanal y no una empresa desarrollada. Ningún cartel de la droga, ninguna multinacional, ningún tráfico a gran escala, sólo familias que recolectan el charas como si se tratara de cualquier cosecha, y uno que otro viajero que pasa la temporada en las montañas, fabricando su propia reserva.
Entre familias nepalíes (mano de obra barata) y con el permiso del dueño de la plantación (cuya única exigencia era que fabricara charas de buena calidad), trabajo durante cuatro días. El sol, tan cercano, hace transpirar a las plantas y permite, que tras frotarlas, su aceite quede adherido a las manos, una pátina café, casi negra.
Sentados en círculo bajo el sol, esperamos a un hombre que corte las matas y las deje frente a nosotros. Sentados en la tierra, rodeados de marihuana, en silencio, acariciando las plantas, suavemente. Tomo una vara y le saco las hojas, y las hojas me van cubriendo. Las hojas no sirven, y luego el cogollo esperando, lo acaricio entre mis palmas durante un momento, entonces debo sacar los restos de hojas que queden en ellas. Debo ser muy cuidadoso con las palmas, si me apoyo en el suelo, la tierra se mezcla con la resina y la vuelve inútil. Durante todas las horas que estoy bajo el sol, cerrando el círculo de la familia nepalí, que me ve hacer y me sonríe, siempre sonríe, no puedo comer, ni beber agua, ni tomar nada con las manos, sólo los cogollos, y mucho cuidado con las hojas, que se pegan a la resina y después al fumarla produce dolor de cabeza. Sacar lentamente todas las hojas, de la plantas, de las palmas, ésa es la parte más lenta. Frotar el cogollo dura apenas unos segundos. Entonces me piden que les muestre las palmas. Se las enseño y aprueban con sus sonrisas. Lo estoy haciendo bien. Repito una y otra vez el mismo procedimiento. El día avanza y nos volvemos un reloj de sol, sentados en círculo, con sed y calor, deshojando, frotando, una fabricación meditativa, un mantra que se pronuncia con las manos juntas sobre la hierba, como rezando por la sangre de la planta. Un mareo tibio se despide del sol, es el momento de sacarse la savia negra de las palmas. Presiono la yema del dedo gordo contra la palma de la otra mano. Con fuerza presiono y retiro el dedo. El trozo de savia que tenía pegado en la palma ahora está en la yema, dejando la piel blanca, sin ningún rastro de savia. Vuelvo a presionar y quitar. El charas está tan adherido a la palma que las grietas de la piel se abren, se rajan, como si ésta no tolerara separarse de aquel sagrado elemento.

Descortezar la planta, deshojarla, frotar los cogollos y quitar la resina es una mano. Se pueden hacer de tres a cinco manos en un día, y cada mano puede contener entre 1 y 6 gramos. Mientras mayor sea la cantidad producida, menor será su calidad. Mientras menor sean los restos de hojas, más puro, limpio y bueno será el charas. Para hacer crema, o sea el mejor charas posible, no se puede hacer más de cinco gramos en un día. Hacer de 5 a 10 gramos por día corresponde a segunda crema. El charas clásico, que también es bueno, permite sacar de 10 a 20 gramos por día.
Al tercer día las manos me arden. Por muchas grietas se asoma la sangre. Los nepalíes ríen. Ven el charas que hice y me dicen atchá walah, buena cosa.
Hasta hace algunos años la forma en que se moldeaba la resina permitía reconocer su procedencia. Pequeñas tortillas (chapatis) del valle de Parvati, o los famosos dedos de Manali, eran algunas presentaciones que hoy han perdido la exclusividad local.
Los sadhus cada vez que van a fumar recitan un mantra: Bom Bholenath Sabke Sat (reunámonos junto a Shiva). Rememoran así, aquella etapa de Shiva, el Dios de la Destrucción, en la que buscaba desmotivarse del mundo, perder las ambiciones terrenales, apreciar con más detalle la intensidad del presente. Una vez alcanzada esa etapa la hierba ya no era necesaria. La danza de la realización, simboliza el momento en que Shiva consigue dominar su deseo, cuando controla su ira, cuando vence a su ego. A partir de ese momento la marihuana se reserva para ocasiones especiales. En la noche de Shiva, para rendirle culto al Dios que hoy goza de mayor popularidad, los hindúes comen bhang (una pasta hecha con la planta completa de marihuana que puede comprarse en las oficinas de gobierno). Esa noche, muchos se embriagan con bhang, pero es una embriaguez tranquila, reflexiva, llena de silencios, de contemplación, de música hipnótica (el alcohol, sustancia que desata la pasión, el descontrol, es socialmente denostado). Miles y miles de personas caminan por las calles estrechas que conducen desde un templo sagrado hasta el otro. Quieren ver el jotilingam (una representación fálica de Shiva), quieren acariciarlo, frotarlo, verter leche, agua, flores, inciensos, collares, quieren saber que tendrán la fuerza necesaria para tolerar el sufrimiento que produce en sus vidas el deseo, la pasión, la ira, el odio.

A pesar de que esa noche, y cualquier noche, pueden comprar bhang en las tiendas de gobierno, la marihuana es ilegal. Por eso estaba la policía cuando volvía de las plantaciones con diez gramos de excelente calidad fabricados por mí, y con otro poco que compré a unos niños. Los principios contra el trabajo infantil se hicieron humo ante la eventualidad de probar lo que hacían los niños, que todos sabíamos, era algo especial. Sus manos sudorosas, la piel suave, extraen lo mejor de las plantas. Los había visto hacer charas, y parecían divertirse, disfrutaban de compartir ese momento con la familia, los hacía sentir que cooperaban con el resto. Eran más inquietos, y no trabajaban sentados todo el tiempo, sino que caminaban entre las plantas y sin arrancarlas, les quitaban las hojas hasta la altura que alcanzaban, las frotaban y luego buscaban otra que les pareciera mejor. Era una pequeña competencia que mantenían entre ellos. Sabían que si se apuraban más de la cuenta les saldría un charas malo, tenían que controlar su ansiedad. Me ofrecían sus bolitas de charas a precios absurdos. Les pagué el doble de lo que pedían, para sobornar mi conciencia.
La tola es la unidad de medida en que se vende el charas y debiera corresponder a 11,2 gramos, pero en realidad equivale a 10 gramos. Llevaba poco más de dos tolas conmigo, una cantidad suficiente para pasar un mal rato con la policía. Sabía que no iría preso por eso. Aunque había un gran número de occidentales en las cárceles indias por porte de charas, lo que llevaba encima no me conduciría a una de ellas, pero sí podía complicarme y obligarme a entregar más plata de la que estaba dispuesto a pagar por una coima. La policía se hace un sobresueldo con el dinero de los viajeros que andan con charas.
Desandaba el camino que había hecho para llegar a las plantaciones. Un pequeño sendero a través de montañas, quebradas, ríos, rodeado del verde que perdía la humedad del monzón pasado. De pronto siento olor a marihuana y mi primer pensamiento es que hay alguien fumando un poco más adelante. El olor se vuelve cada vez más intenso y el adelantado fumador aún no aparece. Cuando me veo cubierto por una nube de marihuana comienzo a preocuparme. Miro en todas direcciones y noto que al otro lado del río, sobre una ladera, varios policías obligan a un campesino a quemar su plantación. El viento trae la nube hasta mí. La policía enfrente, a cierta distancia desde luego, pero suficiente para adivinar las razones de mi paseo, y la nube que me sigue y la policía ¿también me sigue? el charas en el bolsillo empieza a apretarme el pecho, o es la nube, o es la paranoia creciente que me envuelve mientras camino por ese sendero de marihuana ilegalizada en el aire. No sin miedo, creyendo que voy por montañas llenas de serpientes, policías y peligrosos santones, logro llegar de noche hasta mi hostal.
Cuando el sol se pone ya no es posible seguir produciendo charas. Las plantas se enfrían, la resina no se adhiere a las manos. Viajeros, babas, indios que disfrutan de la compañía de los extranjeros y del charas que llevan consigo, se sientan en el suelo, alrededor de una mesa larga, a compartir rondas de charas. Se fuma en una pipa llamada chilum (de la relación que existe entre los viajeros y sus chilums, cual proyección fálica de sus complejos, tendría que hablar en otro artículo). El charas se divide en decenas de pequeñas bolitas que se mezclan con el tabaco. Hay un arte en preparar la mezcla. Demasiado tabaco no permite disfrutar el charas. Demasiado charas no quema bien. Quien prepara la mezcla, generalmente el dueño del charas, jamás prende la pipa. Escoge a alguien del grupo, y como una ofrenda le tiende el chilum para que lo encienda. Éste recita el mantra, lo enciende, fuma una sola vez y lo entrega a su derecha, hasta que se acaba su contenido. Entonces hay que limpiar minuciosamente el chilum para que la siguiente ronda no tenga sabor a resina quemada. Un nuevo mantra y otro chilum comienza a avanzar hacia la derecha, desafiando los punteros del reloj, marcando un tiempo expandido por el charas.
Esa misma noche, sentado a la mesa con otras nueve personas, probé lo que había elaborado. No estaba listo aún. Le faltaba secarse durante un mes. El charas fresco irrita la garganta, pero el efecto aún puede sentirse. Tenía sabor a mango, y producía una magnífica ampliación de los sentidos. Las ideas se organizaban de manera pulcra, como zonas bien definidas. El presente me envolvía sin dejar espacio para los recuerdos o los proyectos. Parecía no haber más en el mundo que diez personas sentadas alrededor de una mesa rectangular con vista a los Himalayas. Una extrema y sedante lucidez. Era mucho más sútil que la marihuana y que el charas clásico. No embotaba los sentidos, sino que los dejaba ágiles, sensibles, no hipersensibles. Esperé a que un sadhu lo probara. Era un hombre, que como la mayoría de los sadhus, no tenía más posesiones que la túnica amarilla con la cual se cubría y una vasija de cobre para llevar la comida que mendigaba. Con su frente trazada por las tres líneas shivaítas, fumó del chilum e inclinando la cabeza me dijo, atchá walah. Ahora podía estar seguro de haber probado la crema, el charas perfecto.