Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y sobre su mente, el individuo es soberano.
John Stuart Mill
Criminales
sin víctimas
Quienes aún creen que se puede ganar
la Guerra contra las Drogas son ignorantes o imbéciles. La única manera de
resolver este problema es legalizándolas. Todas. La persecución de las drogas
ha causado muchos más problemas que su consumo. Y desde sus inicios, el consumo
solo ha aumentado.
Hace casi un siglo atrás, Antonin
Artaud escribió una carta a uno de los pioneros del prohibicionismo que comienza así: “Señor
legislador de la ley de 1916, sobre estupefacientes, eres un cretino.” Los
argumentos que da Artaud para tratarlo así se orientan al derecho que el individuo
posee para hacer con su cuerpo y su mente lo que le plazca. Se manifiesta como
objetor de conciencia frente a una ley que no merece su obediencia: “Más aun
que la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Todo hombre es juez, y juez
exclusivo, de la cantidad de dolor físico, y de la vacuidad mental que pueda
soportar honestamente.” Artaud exploró su dolor y lo transformó en una obra
poética y teatral que sus doctores consideraron prueba de su locura. Él quería
opiáceos y, en vez, le dieron electroshocks.
¿En qué momento el Estado consideró
que tenía derecho a involucrarse con la vacuidad (o plenitud) mental que puede
soportar una persona?
Según Michel Foucault, todo comenzó en
Europa cuando en la Edad Media se encerró a los leprosos. Personas que no
habían cometido un crimen pero que, puesto que podían contaminar a los sanos, era
mejor aislarlos de la sociedad. La determinación jurídica con la cual se
llevaron a cabo dichos confinamientos es, para Foucault, el origen de una
práctica de exclusión que algunos siglos después se aplicaría sobre otros
culpables sin crimen.
Cuando se erradicó la lepra, esos
recintos quedaron vacíos. Por un tiempo se los reemplazó con aquellos que
sufrían enfermedades venéreas, pero no eran suficientes. Solo después del
endiosamiento de la razón se encontró una justificación para confinar a nuevos criminales
sin víctima: los locos. La gran lucha entre el Bien y el Mal daba paso al conflicto
irreconciliable entre la razón y la sinrazón.
La locura pasó a considerarse una
manifestación de la parte animal del hombre que la racionalidad debía extirpar.
“Vemos así aparecer la gran idea burguesa, y en breve republicana,
de que la
virtud es también
un asunto de Estado,
el cual puede
imponer decretos para
hacerla reinar y establecer
una autoridad para tener
la seguridad de
que será respetada.” Una vez que dicha “razón” se
apodera del poder, la locura se aísla en recintos decadentes y violentos, donde
los médicos podían dejar aflorar (¡racionalmente!) el trato más animal
imaginado.
No pasó mucho tiempo para que el
confinamiento de la locura abriera las puertas para que el Estado, con una
oscura finalidad social, tuviera permiso para eliminar otros “elementos que le
resultan heterogéneos o nocivos”, encerrándolos en prisiones, casas
correccionales y hospitales psiquiátricos. Los médicos se transforman en
jueces que observan conductas, diagnostican una enfermedad y dictan una sentencia:
la reclusión. Se decreta así, desde el Estado, qué es ser normal y qué animal.
Según Claudio Naranjo, la razón que
se esconde detrás de la prohibición de las drogas es, precisamente, el intento
de controlar aquella parte del ser que pone en crisis y cuestiona el orden
establecido: “Los psicodélicos desmontan el patriarcado que intenta domar y
reprimir al animal interno. Permiten reconciliarnos con este animal.” No tardó
mucho tiempo para que el Estado pasara de privar la libertad a alguien por cómo
funciona su mente, a privarla por cómo quiere que funcione. Hoy las cárceles
del mundo están atiborradas de consumidores de drogas sin haber cometido otro
crimen que decidir cuánta vacuidad o plenitud mental pueden resistir.
La
represión puritana
A fines del siglo XIX el
puritanismo, esa versión fundamentalista del protestantismo, impuso su ética
represora en Estados Unidos y, luego, en el mundo. Consideró que había frutos
que debían ser prohibidos. Es curioso que pensaran que la prohibición
mantendría a los humanos alejados de las drogas. Si en alguna estima hubiesen
tenido las historias bíblicas que tan mal leían, habrían podido sacar algunas
conclusiones de la escena del Paraíso. ¿Acaso no entendieron que la prohibición
es fuente de tentación? Sobre Adán y Eva pesaba una prohibición Divina sobre un
fruto, la cual ninguno pudo respetar y, sin embargo, ¿los puritanos pensaron
que sus contemporáneos respetarían la prohibición que les imponía un Estado?
Quizás, como señala Antonio Escohotado, el hecho de ser prohibido es lo que
estimula su uso maníaco.
No fueron necesarias grandes razones
médicas para perseguir y encerrar a los consumidores de drogas. No querían
castigar un crimen sino una herejía. La prohibición prendió como marihuana seca
al unirse la intolerancia que tenían los protestantes sobre los estados
alterados, a la intolerancia que tenían sobre los inmigrantes. Con un solo
gesto controlaron dos elementos heterogéneos.
Las primeras leyes norteamericanas
contra el opio, en 1870, buscaron reprimir las obscenidades de los inmigrantes
chinos. Dicha prohibición permitió a las autoridades entrar a los nuevos barrios
chinos e imponer las normas puritanas. La prohibición del alcohol permitiría
controlar la decadencia moral de inmigrantes judíos e irlandeses. La primera
ley contra la marihuana se justificó puesto que dicha droga producía en los
mexicanos una irrefrenable inclinación a la violencia. En palabras de Harry
Anslinger, el primer zar anti-drogas, “apenas cabe conjeturar el número de
asesinatos, suicidios, robos, atracos, extorsiones y fechorías de maníaca
demencia provocados cada año por la marihuana”. Médicos, políticos, reporteros
y películas, nos han hecho creer que la violencia que rodea al mundo de las
drogas ilegales se debe a cualidades intrínsecas de éstas. La única culpable de
toda esa violencia es la prohibición. Durante los años veinte del siglo pasado,
cuando se prohibió el alcohol en Estados Unidos, surgieron violentas mafias. Al
Capone es una consecuencia de dicha ley, no del alcohol. Nunca antes ni
después, la industria del alcohol dejó tal reguero de sangre.
El
zar anti-drogas
Harry Anslinger es uno de los
grandes culpables de que hasta el día de hoy se crean tantas estupideces en
torno a las drogas. Anslinger, un hombre siniestro a quien no le importaba
distorsionar la realidad con tal de cumplir con sus objetivos, fue nombrado
jefe del Departamento Anti-narcóticos de Estados Unidos en 1930. Llegó a esa
posición gracias al tío de su mujer, Andrew Mellon, el hombre más rico de aquel
entonces y, además, Secretario del Tesoro de EEUU. Mellon tenía inversiones en
la industria de la recién aparecida fibra sintética y necesitaba que la
producción de la fibra de cáñamo se prohibiera. Anslinger, quien ya había
demostrado su espíritu draconiano durante la Ley Seca, parecía el indicado. Sin
embargo, no tenía una opinión desfavorable de la marihuana. Hasta que se derogó
la Ley Seca en 1933 y su departamento comenzó a quedarse sin trabajo. Entonces
Anslinger, para evitar la reducción de personal, orquestó una exitosa campaña
del terror acerca del uso de drogas que, en pocos años, le lavó el cerebro a
todo el planeta. Difundió a través de radios y diarios (los medios de la época)
que la marihuana era un “mortal y terrible veneno que atormenta y despedaza no
solo el cuerpo, sino el corazón mismo y el alma de cada ser humano.” Todos los
titulares repetían sus palabras: “La marihuana es un atajo al manicomio. Fuma
cigarros de marihuana durante un mes y lo que una vez fue tu cerebro no será
más que un almacén de horrendos espectros.” Anslinger se asoció con la prensa
amarillista para divulgar sus “Archivos Sangrientos”: doscientos casos de
asesinatos cometidos por adictos a la marihuana. Jóvenes buenos que un día se
fumaron un pito, tomaron un hacha y cortaron en pedazos a cada uno de los
miembros de su familia. Así fue como transformó el sentimiento anti-marihuana
en un movimiento nacional. De nada sirvió que los doctores dijeran que la
marihuana no había sido la causa de dichos crímenes.
A fines de los 50, Anslinger declaró
que los comunistas rusos estaban introduciendo heroína en Estados Unidos para
destruir a la juventud. Sin embargo, era la CIA quien ayudó a la cúpula militar de Laos a transportar la heroína a
cambio de su lealtad anti-comunista (similar a lo que hace hoy en Afganistán).
El consumo floreció. Aparecieron críticas al modelo de Anslinger quien, después
de más de tres décadas al frente del Departamento Anti-Narcóticos, difundiendo
lo que hoy llamaríamos post-verdades, dimitió.
El
Imperio contraataca
En la década del 60 se produjo una
insurgencia frente al prohibicionismo. Aparecieron nuevas drogas y la marihuana
se masificó entre personas que protestaban contra la Guerra de Vietnam. Sin
Anslinger dirigiendo aquella falaz cacería, resultaba difícil presentarlos como
asesinos en serie. Las persecuciones disminuyeron, el ambiente se relajó, pero
por un periodo demasiado corto. Cuando la derecha republicana, blanca y
protestante, recuperó el poder culpó a las drogas de la inmoralidad y falta de
patriotismo en las nuevas generaciones. Los jóvenes no estaban dispuestos a dar
su vida por la nación y se oponían a la sociedad de consumo; escuchaban música
satánica; los hombres se dejaban el pelo largo y las mujeres despreciaban la
virginidad. El Estado debía recuperar los valores del patriarcado.
Nixon, el mismo hijodeputa que ayudó
a Pinochet a destruir la democracia en nuestro país, fue quien en 1971 le dio
el puntapié inicial a la Guerra contra las Drogas. Para Nixon las drogas eran el
enemigo público número uno y Timothy Leary, el gurú del ácido, era el hombre
más peligroso de Norteamérica.
Ese año, y presionados por Estados
Unidos, la ONU aprobó la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas que agregó
nuevas drogas a la lista prohibida una década antes y que incluía a la
marihuana, la cocaína y la heroína. El argumento era que estaban “preocupados
por la salud física y moral de la humanidad” y, por lo tanto, consideraban
necesario “tomar medidas rigurosas” que requerían de “una acción concertada y
universal.” En el listado I de estas nuevas drogas malas estaban aquellas que
representaban mayor riesgo para la salud pública y que no tenían ningún valor
terapéutico como la marihuana, la mescalina, la psilocibina, el LSD, el MDMA y
el DMT. No sólo no había nada útil en aquellas drogas, sino que atentaban contra
la moral de la humanidad. Ya no era un Estado, sino ciento ochenta y tres Estados,
es decir, todo un planeta el que asumía la misión de eliminar aquellos
elementos que les resultaban heterogéneos. En palabras de Escohotado: “La
cruzada farmacológica fue la invención de un único país -coincidente de modo
puntual con su ascenso al estatuto de superpotencia planetaria-, que la exportó
mediante una política de sobornos y amenazas.” Pareciera ser que así como el
puritanismo de Estados Unidos ha decidido hasta ahora qué drogas podemos
consumir y cuáles no, tendremos que esperar su permiso para que la opción
vuelva a ser de cada uno.
Ha habido nuevas convenciones, pero
la arbitrariedad de sus listas no ha cambiado. No se trata de una clasificación
de acuerdo a criterios médicos ni psiquiátricos. Las drogas ilegalizadas no
eran (ni lo son) las que más vidas quitaban. Tampoco se trataba de aquellas
drogas con el mayor número de consumidores, el alcohol lo era. Tampoco eran las
más adictivas, el tabaco lo es. La adicción que producen los hongos psilocibios
y el LSD es menor que la de la cafeína. Aunque lo que se entiende por “adicción”
es discutible. La heroína suele considerarse la droga más adictiva. Puede ser
si solo consideramos los infernales síntomas de abstinencia que persiguen al
heroinómano, a veces hasta por el resto de su vida. Sin embargo, en investigaciones
recientes en Estados Unidos se ve que, entre la gente que ha usado heroína en
el último año menos de la décima parte la ha ocupado durante el último mes. A
diferencia de quienes han fumado marihuana en el último año, pues más de la
mitad de ellos ha fumado también en el último mes. Desde este punto de vista,
los fumadores de marihuana son más persistentes en su vicio, ¿más adictos?
(aunque sea psicológica y no físicamente), que quienes usan heroína.
Como señala Jonathan Ott, eso de
drogas duras y drogas blandas es una falacia inventada por los marihuaneros: “De
la misma manera en que los gobernantes definen las drogas como duras para
justificar su prohibición, los marihuaneros defienden su droga como blanda
(sinónimo: legal) para justificar su legalización. Lamentablemente, muchos
hacen esto en perjuicio de otras drogas ilícitas, y sospecho que gratamente
harían un pacto con el diablo, es decir, conseguirían su meta al precio de
traicionar los derechos de los adeptos al LSD, a la heroína o a la cocaína, de
poder gozar también a un acceso abierto, e igual de legítimo, a sus
embriagantes preferidos.”
Hoy Estados Unidos gasta 51 mil
millones de dólares al año combatiendo la Guerra contra las Drogas
(prácticamente todo lo que gasta el estado chileno en educación, salud,
vivienda, defensa, sueldos, sobresueldos, etc.). Cada año son detenidos un
millón y medio de personas por posesión. El sesenta por ciento son negros o
latinos (que son un tercio de la población) y, sin embargo, su consumo no es
mayor al de los blancos. Es decir, si una persona sale a caminar de noche y decide
pasar a comprar cocaína, tiene cuatro veces más posibilidades de caer preso si
el color de su piel es más oscuro.
John Ehrlichman, un asesor de Nixon
que terminó en la cárcel como cómplice en el escándalo de Watergate, confesó,
cuando ya no tenía nada que perder, las verdaderas intenciones de la Guerra
contra las Drogas: “¿Quieres saber de qué se trataba realmente todo esto? La
campaña de Nixon en 1968 y la administración de Nixon que vino después, tenía
dos enemigos: la izquierda anti-bélica y la gente negra. ¿Entiendes lo que
digo? Sabíamos que no podíamos prohibir estar contra la guerra o ser negro,
pero logrando que la gente asociara a los hippies con la marihuana y a los
negros con la heroína, y luego criminalizando ambas fuertemente, podíamos
quebrar esas comunidades. Podíamos arrestar a sus líderes, allanar sus casas,
desarmar sus reuniones y difamarlos noche tras noche en los noticieros de las
tardes. ¿Acaso sabíamos que mentíamos acerca de las drogas? Por supuesto que
sí.”
En los años 80, Ronald Reagan prometió
que izarían las banderas del triunfo de esta batalla. Esta vez, el crack era el
nuevo demonio. Por la televisión mostraban a recién nacidos adictos al crack
por culpa del vicio de sus madres. Horrible, sin duda. Sin embargo, esto se
utilizó para justificar que la posesión de crack –usado por los negros– tuviera
penas cien veces mayores que la cocaína, que consumían los blancos. Es lo que
se llamó la disparidad de sentencias. Las penas por portar cinco gramos de
crack eran equivalentes a portar medio kilo de cocaína. Una vez más, las drogas
eran la excusa perfecta para llenar las cárceles de negros. Recién en el
gobierno de Obama esta disparidad se eliminó.
En las últimas cuatro décadas la
Guerra contra las Drogas se ha orientado a combatir la producción. Ofreciendo
su ayuda para erradicar las plantas prohibidas de la faz de la tierra, los
gringos han instalado bases militares y han probado sus nuevos juguetes en Colombia,
Panamá, Honduras, Perú, etc. Evo Morales cree que Estados Unidos está usando su
Guerra contra las Drogas como una excusa para expandir su control sobre
Latinoamérica.
Cientos de miles de muertos más
tarde, y de miles millones de dólares invertidos, el consumo de drogas en los Estados
Unidos sigue aumentando. Lo paradójico es que, como la demanda es inelástica, con
cada decomiso suben los precios y más ricos se hacen los carteles y con esa
plata se compran más armas, más policías, más diputados… El narcotráfico fue
creado por esta guerra y es el vencedor. Como decía Aldous Huxley: “Lo único
que justificaría la prohibición sería el éxito. Pero no tiene éxito y, dada la
naturaleza de las cosas, tampoco puede tenerlo.” El hecho es que nunca en la
historia de la humanidad ha desaparecido una droga por estar prohibida.
La
Pacificación de las Drogas
La pregunta no es si hay que
legalizar las drogas o no, sino cómo lo haremos. Legalizar solo la marihuana debe
considerarse un primer paso, pero no soluciona el problema. Descriminalizar el
consumo de todas las drogas (como la ha hecho Portugal alcanzando hoy los
niveles más bajos de consumo en toda Europa) no elimina la violencia del
narcotráfico, ni permite un control de la pureza de las sustancias. Debe
legalizarse su consumo, su producción y su venta (ya sea por privados o por el
estado).
La solución tampoco es darle a todas
las drogas el trato privilegiado que se le da al alcohol. No parece buena idea
promocionar cocaína en las camisetas de los jugadores de fútbol; ni opio en carteles
publicitarios de las calles. Ni siquiera es necesario que se abran droguerías
en cada barrio como sucede con las botillerías. Como señala Escohotado: “No es
preciso cambiar del día a la noche, pasando de una tolerancia cero a una
tolerancia infinita. Caminos graduales, reversibles, diferenciados para tipos
diferentes de sustancias y toda especie de medidas prudentes son sin duda
aconsejables.”
Dado que la prohibición es una
política fallida que daña tanto a la soberanía del individuo como a la
convivencia social, resulta fundamental reemplazar la fármaco-mitología y la
represión por la investigación y la empatía. El estado deberá educar sobre los
riesgos que implica el consumo de cada sustancia – tal como lo ha hecho con el
tabaco (y, extrañamente, ¡aún no con el alcohol!) – con información fidedigna y
no teñida por morales puritanas o ideológicas. Ése es el camino más efectivo e
inteligente para reducir el consumo. Algunas drogas requerirán de mayores
regulaciones. Quizás la heroína deba venderse con receta retenida para impedir
rápidos incrementos de las dosis. Se podrá facilitar guías que dirijan sesiones
psicodélicas a quienes deseen probar LSD, psilocibina o mescalina, minimizando
malos viajes y accidentes. El estado podrá regular los precios de cada droga,
que tendrán que ser suficientemente altos para desincentivar su consumo y
suficientemente bajos para impedir que sea comercializada y adulterada en el
mercado negro. Se tendrá que controlar a los conductores para que no manejen
bajo estados alterados y a los usuarios para que eviten que las drogas estén al
alcance de los niños (uno de los problemas que ha surgido en Colorado desde la
legalización del consumo recreativo de marihuana ha sido el aumento de
intoxicaciones de niños con queques y dulces de marihuana. Pero no es motivo
para que los prohibicionistas digan “¿vieron que no era buena idea?”, sino para
aprender. La solución es simple, basta con exigir recipientes para guardar drogas
similares a los que tienen muchos remedios. No olvidemos que el margen de
seguridad (la diferencia entre una dosis activa y una letal) de la heroína es
el mismo que el del paracetamol: 1 a 15. Así como nadie deja pastillas de
ravotril junto a una guagua, nadie deberá dejar una bolsa con cocaína a su
alcance). El estado deberá proveer a los heroinómanos de jeringas limpias, para
reducir infecciones con el VIH; y rotular los envases con el grado de pureza de
la sustancia (lo cual, prácticamente, eliminará las muertes por sobredosis). El
estado ya no tendrá que perseguir y criminalizar a los heroinómanos a los que su
adicción los ha llevado al infierno sino que le bastará con ayudarlos a sanarse.
El dinero ahorrado, tras el abandono
de la Guerra contra las Drogas, se podrá invertir en tratamientos y educación. Además,
el Estado dispondrá de nuevos ingresos por impuestos a las drogas. Con ello
habrá dinero suficiente incluso para invertir en investigación sobre lo que Ott
llama la ingeniería psicofarmacológica. Eliminar, así, aquella parte de las
drogas que produce adicción o aquella que causa más daño en el organismo. “El
mejor servicio que la ciencia puede prestar a la búsqueda de placeres
farmacológicos es hacer que esta búsqueda resulte más segura y placentera.” Se
podrán elaborar anfetaminas u opiáceos con menor o nula tolerancia, así el
toxicómano no necesitará aumentar la dosis; se diseñarán enzimas orientadas a
una mejor metabolización del alcohol; y se le podrá otorgar al “tabacómano
tanta nicotina como desee (pues la nicotina no le perjudica), sin necesidad que
absorba alquitranes (que son la causa de todos sus males)”. La idea original es
de Aldous Huxley. En Un tratado sobre drogas (1931), escribe que la
solución al problema de las drogas radica en encontrar “un sustituto eficiente
pero sano de estos venenos deliciosos y (en el actual mundo imperfecto)
necesarios. El hombre que invente dicha sustancia se contará entre los
benefactores más insignes de la humanidad”.
Seguramente, durante un primer
período, el consumo de drogas aumentará y, luego, bajará. Eso ha sucedido en
lugares donde se han descriminalizado todas las drogas. A veces veremos gente
muy drogada en las calles, como a veces se ve gente borracha; cada estado podrá
decidir cuánta embriaguez pública está dispuesto a aceptar. Habrá accidentes
cometidos por personas conduciendo bajo los efectos del éxtasis, pero
difícilmente más de los que hoy produce el alcohol. Todo ello se puede regular.
Por otro lado, se acabará la violencia que genera el crimen organizado y no se
encarcelarán a más criminales sin víctimas. Y quizás algún día, como soñaba
Terence McKenna, “las mentes de los individuos, así como sus cuerpos, volverán
a ser un dominio libre del control gubernamental”.
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